LAS BRONTË, UN PLAN DE FUGA

 

LAS BRONTE, UN PLAN DE FUGA (Nota de lectura)

 

Comencé con Anne y su inquilina de Wildfell, una novela algo impostada para el gusto actual, donde se advierten con mucha claridad las costuras, pero que resulta una novela honesta, una novela valiente (Anne es una escritora que afronta los retos de la época y que no palidece ante las convenciones), de manera que su lectura se hace amena aunque a veces inverosímil y muy dependiente de sus ideas. Se ve que Anne tiene todavía (cuenta con 30 años cuando la escribe) una cierta torpeza argumental y todo parece como demasiado inventado. Sin embargo es una novela altamente recomendable. Muy recomendable, de un protofeminismo evidente. Lo que caracteriza a Anne es su tono conmovedor, su alta sensibilidad. 

La segunda novela de Anne es Agnes Grey, quizas más popular que La inquilina y que trata de una chica que se hace institutriz para ayudar a su necesitada familia, de modo que va a dar con un par de casas nobles, donde impera la convencionalidad, el egoismo de clase y la estupidez, viniendo a hacerle la vida imposible a esta joven e inexperta institutriz, timorata de dios, poco agraciada, algo dubitativa, religiosa y perfectamente inocua. La temática es algo parecida a Jane Eyre (escrita depués que ésta, digámoslo ya) y su trama, por llamarla así, está basada casi enteramente en tintes autobiográficos. En efecto Anne fue institutriz y, acaso debido a su carácter o acaso debido al carácter de sus pagadores, su experiencia vital como institutriz resultó frustrante. Pero entremos en harina: más allá del voluntarismo de la autora, de lo que hay de crítica a la burguesía campesina de la época y todo lo que se quiera, la novela es una castaña, una pura castaña escrita con desgana, hecha con una tan alta desnutrición literaria, ejecutada con tan poco vuelo, y donde todo se vuelve esperable, con personajes en blanco y negro, con tramos tan pesadísimos y en el fondo tan definitivamene frívola -aun cuando una de las críticas de la autora radica en la frivolidad de la sociedad iburguesa- que uno camina por sus paginas con cierta perplejidad, como si no acabara de creer que una obra tan imperfecta, tan diletante, escrita por una aficionada tan incapaz de darle vida a los personajes, sea considerada un clásico y se siga traduciendo y reeditando. Mientras la leía es que no conseguía dar crédito a su mediocridad. Desde luego no es otra cosa que la obra de una principiante sin demasiado talento. Y fíjense que todo cuanto me inspira Anne es ternura, una ternura infinita. Nada que ver, obviamente, con Jane Eyre que también se mete bajo las faldas de una institutriz, pero en Jane Eyre hay momentos líricos, magníficas descripciones y el personaje narrador es mucho más creíble. Escrita a la par y en la misma mesa que Cumbres Borrascosas esta Agnes Grey es que no soporta la más mínima comparación. 

No sé dónde he escuchado que Anne, la menos conocida de las Brontë, es acaso la más interesane de las tres hermanas. Al menos en lo que a calidad literaria respecta, esto es radicalmene falso. Su obra está a años luz de sus hermanas, sobre todo de la de Emily. La suerte de Anne, creo yo, estriba en haber sido hermana de las otras dos, que la convierten en rareza biográfica. Difícilmente sus dos novelass soportan un análisis objetivo y literario. La literatura no se mide por las intenciones, sino por su acabado, por cómo está escrita la obra, por su definición literaria en definitiva, y Anne Brontë no deja de ser una chica voluntariosa e ingenua que, sí, pone en solfa a cierta sociedad de su època, pero ese bagaje es poco para considerar que sus intenciones llegaron a buen puerto. La historia detrás del mito de las Brontë


Luego me pasé a la relectura de Jane Eyre, de la mayor y más longeva de las hermanas, Charlotte. Jane Eyre está muy bien escrita y tiene momentos de una escritura deslumbrante. Todo en ella es creíble menos su final que me parece que estropea mucho la preciosa novela, porque trata de edulcorar y cerrar bien una historia que no tendría que cerrarse con un final emotivo y convencional. Y además es abrupto y muy traído al pelo. Estamos, claro, en el romanticismo y en una sociedad muy convencional, con lectores muy convencionales que al final de la lectura buscan una cierta satisfacción, una redención, abandonar el sofá y marchar al vitral a mirar si han florecido las rosas. En todo caso, Jane Eyre supera todos los obstáculos posibles de argumentación (salvo el mencionado, claro) con nota, porque su estilo es pausado y verosímil, trata las cosas con un cierto aliento poético y el personaje central al margen de interesante, es creíble. Muy creíble y entrañable. Jane es una chica bondadosa con un gran corazón y un sentido del bien innato. Incluso cuando lo pasa mal en el hospicio pone buena cara y lo que debió ser una experiencia terrible no cobra ahí dimensiones demasiado patéticas. Una gran novela sin duda. Con ella empieza ese personaje luego tantas veces aparecido en novela y cine: la loca del doblao, esa persona enigmática recluida en vida que va a tener un importante papel en la trama. De lo mejor para mi gusto el momento en que abandona la casa de Rochester y se lanza a lo que salga con 20 peniques y todo el dolor de su corazón. Páginas magistrales, con descripciones paisajísticas (y aquí, como en sus hermanas, el paisaje exterior se relaciona íntimamente con el paisaje interior).


Cumbres Borrascosas ha sido la tercera lectura, combinada eso sí con una bio instructiva pero no emulsionante. Creo que es la cuarta relectura de Cumbres, pero es una novela a la que siempre le sacas cosas nuevas y te está esperando con nuevos cuchillos afilados. La primera ya me enganchó de una manera tal cuando yo era adolescente y las hormonas están disparatadas y personajes como Heathcliff y Catherine te ponen a cien con su sed trágica y sus existencias incandescentes. Aquí no hay nada convencional, no hay el menor guiño al lector, no hay concesiones. Cada párrafo supera al anterior en lo que es una kermesse lectora, si bien una kermesse bastante agria, pero una pasada al fin y al cabo. Heathcliff debe ser uno de los personajes más rotundos de la literatura, un tipo shakesperiano - Shakespeare se aparece una y otra vez en la voz de sus personajes protagonistas- que ha pactado con el diablo, que vive el infierno en vida y que procura que su infierno no sólo llegue sino que devaste a los demás. Un personaje que se adelanta a Dostoyevsky y que lo supera incluso en su desmesura, y que delata también a Kafka y su imposibilidad de escapar a los infiernos de la imaginación. Se trata de una novela compleja, narrada quizás de la única manera que pudo ser narrada, porque uno imagina a Emily, ese ser áspero y cándidamente conmovedor, hija de un clérigo e hija de su tiempo y de una ideología castradora -una especie de Emily Dickinson en la abrupta Inglaterra de los páramos-, decía que uno imagina a Emily detenida ante los problemas argumentales que una obra como esta le deparaba de continuo y cómo su solidez, su genialidad le hacía siempre tomar el mejor atajo porque la historia -una de las mejores y más conmovedoras de la literatura- y los personajes de una hondura casi abismal se le imponían, de manera que tenía que improvisar tablados, puntos de vista y acciones excéntricas para que toda la tramoya le cuadrase y no se le cayese encima. Una novela escrita en estado de gracia espiritual e incandescente y en un estado infernal, casi volcánico porque lo que esa chiquilla, inexperta en la vida, enclaustrada y alejada del mundo, nos describe es el infierno en la tierra, el cómo se crea ese infierno y cómo, una vez las llamas nos atrapan, no podemos escapar de ellas. Una novela conmovedora, que a pesar de las relecturas te va doblando la espalda en cada página, que te va infestando en cada párrafo, que te va conmoviendo en la testarudez de esos personajes que aceptan su destino trágico y con ellos quieren incendiar cuanto les rodea. Cumbres es la enfermedad. La pasión y la enfermedad cuando se rozan, cuando una nace de la otra y las dos caen sobre un lago pútrido y esmeraldino a la vez. La belleza del mal. No hay descanso, no hay tregua, no hay redención posible. Emily llega mucho más allá que sus hermanas, yendo a buscar los materiales mucho más cerca, en el tumor de uno mismo. No se puede escribir después de Cumbres y Cumbres había acabado con ella. Emily no murió de tisis, murió porque había habilitado Cumbres, porque había vuelto de ese páramo y ya el mundo, el resto del mundo no tenía nada que decirle. Sólo por eso.

En fin, un viaje maravilloso al mundo Brontë del que no se puede salir ileso, tal como se entró.

oficio de ecritor









EL OFICIO DE ESCRITOR

manuel moya



Antes de nada debo formular una afirmación necesaria: sí, aunque a algunos escritores y a otros les parezca raro, existe el oficio de escribir. Hay escritores por el mundo que tienen un oficio, que son un oficio en sí mismos y que con su oficio dignifican la literatura y la vida. Porque de eso creo que trata la literatura, de dignificar la vida, tanto en lo personal como en lo colectivo. Dignificar la parte soleada y la parte envuelta en sombras, naturalmente. La escritura es algo así como un tendedero donde colocamos nuestras sábanas a la vista de todos. Nuestra vida, nuestros humores, nuestros amores, nuestras vigilias y nuestros quebrantos quedan expuestos ahí, a merced del sol, de la luna, de la noche, de la brisa y de la mirada de otros hombres. Esas sábanas tendidas se convierten por un extraño juego de magia o de simple y conmovedor misterio en nosotros, en lo que al final es nuestra huella en la Tierra, nuestro paso por estos pedregales. En esas sábanas colgadas del tendal se posarán los grajos y alguna vez que otra se verán agitadas por los vendavales, pero también el sol las dorará al atardecer y en ellas persistirán nuestras huellas, nuestros sueños o nuestros insomnios. Y esas huellas, esos sueños y esos insomnios podrán ser muy poca cosa, sí, pero son nuestros. Nuestra modesta y acaso ilusa tentativa de desafiar al tiempo indomable.

Pero ciñámonos al título. La escritura es un oficio como el de dentista, abogado criminalista, soldador, futbolista, descorchador, lampistero, cirujano, pescador sexador de pollos, albañil, estilista, proxeneta, agricultor, drag queen o sastre. Un oficio al que debemos entregarnos sin esperar mucho de él, como ocurre con los grandes amores, como ocurre con las grandes aventuras y exploraciones que nos han empujado un poco más allá. Tal vez la escritura no merezca la pena y se convierta en un arduo esfuerzo sin compensaciones, pero dónde está escrito que todo lo que hacemos con esfuerzo ha de ser compensado y ha de tener un rédito vital asegurado. La literatura es y tiene que ser una vocación, pero yo diría más, la escritura es una pasión. Sin pasión no hay gran escritura. En 1929 un gran poeta, Rainer María Rilke escribía estas palabras a Franz Kappus, un aprendiz de poeta que le había enviado unos versos para que Rilke le hiciera su crítica:

"Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debe hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le mueve a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Sí debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida".


En mi vida de escritor he visto a muchos jóvenes doblar la cerviz a las primeras de cambio en cuanto no encontraban en la recepción de sus obras la respuesta social que esperaban. Lo que ellos buscaban no era estrictamente la escritura, si no sus alrededores, sus partes de sol y de bonanzas, su espectáculo, por decirlo así. Y han acabado abandonado porque la realidad no se correspondía con el tamaño de sus anhelos. Ellos no estaban motivados por la escritura, sino por esa "fiesta" de egos que ingenuamente pensaban que se escondía en el mundo literario. Por el prestigio, por la celebridad, por la pasta, por todas esas cosas que la escritura suele ofrecer con cuentagotas y no con equidad. Todo el mundo tiene derecho a sentirse Dios, pero cuántos, cuántos posibles dioses hay en estos momentos deambulando por el mundo. Álvaro de Campos ya hablaba de eso en Tabacaria:


¿En cuántos áticos y no-áticos del mundo

habrán ahora mismo autogenios soñando?

¿Cuántas nobles, altas y lúcidas aspiraciones–

sí, verdaderamente nobles y altas y lúcidas–

y quién sabe si realizables,

verán la luz del sol real o lograrán el auditorio de la gente?

El mundo es de quien nace para conquistarlo

y no de quien sueña con conquistarlo...


Pero, es cierto, existe una cierta concepción equivocada del esfuerzo, seguramente alentado por la filosofía capitalista y calvinista del esfuerzo, según la cual sin esfuerzo nada es posible, pero al tiempo se da la paradoja según la cual las cosas que más nos congratulan y nos gratifican no nos exigen esfuerzo alguno. El esfuerzo y la culpa son el legado de la religión en nuestras vidas. Las cosas según esta concepción han de costarnos, las cosas han de dolernos, las cosas han de ser conquistadas o vencidas, como si vivir fuera una batalla y nosotros su campa viva. Y la metáfora de la batalla, del esfuerzo por un lado y de la culpa por otra parecen las consignas de la vida, cuando no son más que su brazo opresor. Sangre, sudor y lágrimas. Se nos dice que tenemos que batallar, que abrirnos paso a codazos si es necesario, se nos dice que no basta con ser como somos, que tenemos que zaherirnos por hacer las cosas no lo suficientemente bien, por ser como somos, por merecer lo que de ninguna forma merecemos, etc... Uno se ve gordo, calvo, bajo, triste y uno siente que debe flagelarse por eso, pues no se esforzó lo suficiente o no renunció lo suficiente. Hay quienes siguen pensando que la autoflagelación es el método. Cuántas veces he escuchado en corredores o ciclistas aficionados decir con un vibrante orgullo aquello de "hoy me he pegado una paliza del carajo" o "casi acabo muerto, pero valió la pena"... ¿Como? Acabas casi muerto y te ha merecido la pena? Intenta el suicidio, chaval, igual así te sientes completamente realizado. No otra cosa decían los monjes que utilizaban el cilicio para contener sus instintos, sus dudas y sus caídas en el vacío. Sin embargo las cosas no tienen por qué verse de esa manera. Amar a alguien o a algo no nos cuesta nada ni nos incendia de culpa. Escuchar al hijo o a la madre ausente, contemplar en silencio una escena de la naturaleza, por insignificante o intrascendente que sea, bañarnos en un río, contemplar el mar o el fuego, recordar a los seres queridos, consolar a un amigo, observar algo hermoso, algo vivo, algo accidental, abrazar a un ser querido, charlar con alguien... nada de eso requiere dinero o esfuerzo, nada de eso pide "pegarnos una paliza" o "acabar muertos", nada de eso suma culpa a la culpa. La felicidad nos hace libres y mejores, pero no queremos ni estamos acostumbrados a ser ni libres ni mejores, sino correctos y anónimos ciudadanos que cumplen con las normas, por más arbitrarias que éstas sean, pero bueno, basta ya de simplezas y de filosofía de baratillo. La escritura no es ni tiene por qué ser una flagelación, aun cuando existe una nutrida nómina de escritores que han sustituido el cilicio por la pluma, pero eso es otro cantar.

Pero volvamos a Rilke. Imaginemos que uno ha respondido a la cuestión del poeta checo con un sí, es decir, que uno está dispuesto a decir sí al reclamo de la literatura y está dispuesto a pagar su alto precio. Que no hay marcha atrás. Lo primero, claro, será hacerse con un instrumental básico. La escritura es un oficio con instrumental propio. Un oficio que en vez de palustre, utiliza el teclado o el bolígrafo, que en vez de bisturí usa el papel en blanco, que en vez de la cubitera de coctáils usa la papelera y que en vez de un tractor utiliza una biblioteca. Sin ese instrumental básico (pluma, papel, papelera, biblioteca), no hay manera de escribir. En caso de mucha necesidad, tal vez podríamos prescindir de la biblioteca física, bueno, pero a condición de que seamos capaces de llevarla en la cabeza, pero apenas podríamos prescindir del papel, como tampoco de la pluma, que es el puntero que hace estampar el negro en el firmamento de lo blanco, o, por supuesto, de la papelera, que es el mejor y más sutil instrumento del escritor, aquél del que no puede prescindir en casi ninguno de los casos. Hablaremos poco de la pluma o del papel porque todos lo conocen y todos lo han probado. Uno podrá llegar a prescindir de ambos y escribir de cabeza como lo hacía Pedro Garfias, nuestro escritor del 27, que iba a las imprentas con su libro de poemas perfectamente pre-impreso en la cabeza, uno puede escribir en las paredes y hay paredes maravillosamente escritas.


Yo, sin embargo, me voy a detener hoy en esa gran olvidada que es la papelera, un instrumento que suele pasar desapercibido y que no cuenta con el pedigrí de sus dos compañeros de trabajo, pero sin papelera, sin el discernimiento o el filtro que supone una papelera, escribir es casi imposible. Un porcentaje muy grande de cuanto escribimos son tentativas, aproximaciones, borradores. Autoanalizar la obra, corregirla, pulirla, contrapesarla, descartarla, averiguar si está acabada o no, si se le puede afinar un poco más, trabajos tan poco glamurosos, ocupan aproximadamente el 80% del oficio de un escritor. Me resisto a creer en esos autodenominados escritores que publican un texto sin haber intentado mejorarlo. Me tocan las narices esos poetas que te recitan un poema cinco minutos después de haberlo compuesto o ésos que te dicen, lo compuse ayer, mira, no me ha dado tiempo a corregirlo pero léelo. ¿Cómo?, ¿me estás pidiendo que me coma un pollo crudo sólo porque es tu pollo? Los primeros bocetos de un poema o de una novela, hacedme caso, son casi todos malos, salvo si te apellidas Cervantes, Shakespeare, Sthendal, Rimbaud, Dostoyevski o Lorca. El resto de los mortales necesitamos corregir, pulir y decantar una y otra vez, una y otra vez. Es por eso que me parece una atrocidad publicar textos póstumos, bocetos, páginas sin desbrozar o sin acabar, que el autor aún guardaba en sus cajones para seguir trabajando. En mi caso, me enfrento al texto como a un viaje que empieza en su primera redacción, muy intuitiva, para luego irse transformando hasta acercarse a su forma final. A eso lo llamo esclarecimiento, pero podríamos denominarlo también decantación. Muy poco a poco el texto, dialogando contigo, te lleva hasta su meollo, hasta su decantación última. No siempre se produce la decantación, sin embargo. Muchos textos no completan su viaje, pero ocurre a veces que un texto te dice, clac, no lo toques más que así queda la rosa. Otras veces los abandonas o los olvidas. A veces no necesitas de más de diez o doce correcciones para que alcance su forma, pero en la mayoría de las ocasiones este viaje supone un trabajo arduo y paciente, con frecuencia de años. Por eso lo llamo viaje. Por eso considero a la papelera como el mejor cómplice del escritor. Sólo conozco a un escritor sin papelera: se llamaba Fernando Pessoa, y convirtió su arca en una inmensa papelera de donde aún extraemos sus textos. Pero el de Pessoa es el típico caso del escritor iceberg, y además Pessoa, llegado a un cierto punto de su vida, sin un posible retroceso, tuvo que decidir si corregir y ordenar lo ya escrito o lanzarse a tumba abierta y, acaso desesperado y vencido, cuando ya no le quedaba mucho tiempo de vida, eligió la segunda opción.

El suyo, con todo, es un caso excepcionalmente raro, pero la literatura está llena precisamente de casos raros, e incluso parece que la rareza, a la que solemos llamar por estos pagos originalidad, suele ser un don precioso, si bien el exclusivo y a veces gratuito culto a la originalidad encierra tantos peligros como las selvas de Salgari, Kipling o Quiroga. Cuando la originalidad es sincera y nace de lo más adentro está muy, pero que muy bien, pues aporta frescura y desoye el polvoriento corsé del orden, que suele ser la carcoma del arte, si no su freno, pero cuando la originalidad es meramente epidérmica o casual, cuando no sale de las tripas y más bien se debe a una perentoria necesidad de llamar la atención, suele acabar en la mera ocurrencia y, cuidado, el campo de la ocurrencia sin más le estará vedado a un artista comprometido con su arte. Para que una ocurrencia dé el pego ha de ser corregida hasta dejarla en los huesos y luego volverla a armar, limando sus asperezas, quitando aquí y sumando allá, hasta hacerla irreconocible. Una ocurrencia tiene al menos que pasar el proceso que Karl Popper define para la ciencia. Es necesario falsar las ocurrencias, someterlas a un severo escrutinio, a preguntas y a respuestas y sólo si pasa el examen, la ocurrencia, que evidentemente ya no lo es, se convertirá en material literario. Huyan tanto de las ocurrencias como del café con cianuro, de las gráciles medusas o de gente como Medea, Ricardo III o de los miembros del jurado del Nadal. Un poeta no es nunca un ocurrente, alguien que se queda en la mera ocurrencia, sino un artífice, alguien que hurga en lo desconocido, alguien que se enfrenta al límite, alguien que rastrea en la luz o en la oscuridad, alguien que se zambulle con una lupa en su propia piscina.

Con el instrumental descrito y con una ventana abierta hacia afuera o hacia adentro, bastaría para enfrentarnos -si enfrentarnos, por qué no- a la escritura. La ventana es imprescindible, porque la ventana es una flecha que nos precipita hacia los demás y es un hueco que nos vacía de nosotros mismos, según su orientación. Sin una ventana, lo admito, es muy difícil escribir. Porque la ventana, ya sea hacia adentro o hacia afuera, es lo que confiere sentido a la escritura, su horizonte, su hábitat. Podremos llamar a esa ventana, la mirada, pero el concepto sería el mismo. Tenemos que escribir algo, acerca de algo, pues es imposible escribir en la nada, desde la nada. Podremos, eso sí, lanzarnos a la búsqueda, sin saber con exactitud hacia dónde nos dirigimos y eso suele dar buenos resultados, pues vayamos donde vayamos siempre lo haremos hacia territorios y horizontes donde algo nos interpela. Bastaría con dejarnos fluir, con dejarnos abrazar por la escritura, sea cual sea su resultado. Incluso podría servirnos de terapia. Se trataría de salir del laberinto de nosotros mismos o penetrar en el laberinto exterior. Pero, claro, es necesario apechar con sus posibles consecuencias y no hacernos trampas en el solitario. En el fondo el escritor no escribe de lo que desea escribir, sino de lo que puede escribir, o de lo que tiene que escribir. La escritura se convierte en este sentido en un mecanismo boomerang. Vuelvo a la ventana: Ha habido discursos literarios rupturistas, los ha habido que niegan esto o lo otro o lo de más allá, pero todos tienen una ventana a la que mirar, un horizonte, interior o exterior, al que recurrir. El horizonte es importante, pues es el lugar hacia el cual se dirige la mirada, la línea que esa mirada enfoca y penetra. Sin un preciso horizonte se hace muy, pero que muy difícil escribir. Pero lo único que podemos afirmar de un horizonte es que jamás es definitivo. Después de una cordillera siempre viene otra y después de una línea de mar otra viene, pero se trata de eso, de seguir la llamada de eso tan huidero como es el horizonte.

No hace falta mucho para escribir, sino ponerse a ello. No hay ningún ser humano que no tenga algo que decir o que revelar. Cada persona, decía Arendt, es insustituible y el verdadero horror es sumirse, esconderse en la gregariedad, la excesiva imitación de elementos impuestos, la dejación de uno mismo y las convicciones personales por ganarse una vida placentera y tomar un puesto en la manada, la banalidad en suma. Toda existencia está llena de conflictos, rupturas, traiciones a uno mismo y a los demás, gozos, dudas, compromisos, grandezas y miserias y ésa es la cantera del escritor. El trabajo de escritor se parece mucho al de minero. Miren, antes de extraer un sólo gramo de plata, el minero ha de cavar y cavar toneladas enteras de tierra. El escritor antes de sacar un gramo de literatura también ha de mover toneladas de tierra. Días, meses, años, arramblando palabras, emborronando papeles, dando de comer a las papeleras. Que extraiga mármol o arcilla, que cargue sus barcos con plata o con tierra de cabezos es quizás cosa que tendrá que ver con el oficio tanto como con el mundo interior. Porque el oficio consiste en acabar discerniendo entre plata y tierra o cómo extraer plata de lo que parece simple tierra. Mil palabras pueden contener todo el plomo del mundo, pero quince o veinte bien halladas y pulidas pueden esconder una pepita de oro. Cargar un barco con plata o con tierra no puede ser lo mismo. Y lo que en este oficio suele convertir la tierra en plata, amigos míos, no es otra cosa que la palabra, la lengua, la tradición, la capacidad de enfrentarse a unas y conversar con las otras.

Empecemos por la palabra. El minero escritor ha de conocer bien las palabras, tiene que conocer su peso, su timbre, su precisión, su tempo y su cochura. Por dónde parten, por dónde sueldan. El verdadero escritor ha de aprender cómo engranarlas, cómo doblegarlas, cómo adelgazarlas, cómo sublimarlas, cómo llevarlas al punto de ebullición, cómo transformarlas, cómo utilizarlas de sillares para levantar un magnífico lienzo, cómo omitirlas, cómo darles sentidos equívocos, cómo conferirles respiración o cómo vomitarlas, pues será a través de ellas como construirá su mundo. No hay palabras buenas o palabras malas, palabras pobres o palabras ricas, palabras chuscas o palabras solemnes, siempre que pertenezcan al escritor y a su mundo. A veces en mis novelas utilizo palabras vernáculas. Son siempre palabras que conozco, que he asimilado, que he utilizado alguna vez en mi vida y que conviven conmigo. No veo a los hombres de mi tierra diciendo acequia, cuando ya tienen la palabra lieva, ni la palabra azada cuando ya tienen la palabra sacho. A mi padre, que era agricultor, jamás le escuché la palabra azada. Siempre dijo sacho y cuando pongo a hablar a gente de mi comarca la palabra que utilizo es sacho. Éste es sólo un ejemplo. Sería desastroso escribir provisto de un diccionario, porque muchas de las palabras que extraería de él no serían mías y por tanto se comportarían como elementos extraños al texto, y aunque esto os parezca poco plausible, esta impostura se advierte como se advierte un ladrillo en una pared de mampuesto o como con una simple ojeada el que sabe discierne entre el diamante y el metacrilato. El escritor se nutre de palabras. Mientras más palabras tenga en su mochila, mejor. También por esto el escritor ha de leer y también escuchar a los hablantes: para así aumentar su acerbo lingüístico, haciéndolo más rico, más maleable, más natural. Pavese solía hacer largos listados de sinónimos para poder trabajar con ellos cuando lo necesitara y solía escuchar a los campesinos de la Langa para así hacerse con las variantes lingüísticas de la región de su infancia.

Un escritor es un músico y si oís un poema o un relato, veréis que hay algo regular en su fraseo, una música, una suerte de proporción, de compás, de equilibrio que va urdiendo las frases, y que como lector te va conduciendo a través del párrafo o del poema. Una frase se construye como un paseo marítimo al anochecer: cada setenta metros una farola, una luz, cada 250 un quiosco, un paso de cebra, cada 500 una fuente. Todo en el párrafo -en la frase- ha de ser armónico y se ha de relacionar armónicamente con las demás, cada palabra ha de tener su respiración, su tenor, su sitio. Y esto hay que aprenderlo exclusivamente de los maestros de nuestro idioma, después de leer páginas y páginas porque es aquí donde las traducciones pueden tergiversar el swim de cada escritor. No es necesario colgarse un metro de costura al cuello cuando escribimos. Puede hacerse y hay gente que lo hace y lo hace muy bien, pero no es necesario.

El escritor es esclavo de su lengua y ha de conocerla con la mayor exactitud y ha de investigar en ella. Parafraseando a Pessoa "la lengua es la patria del escritor". Conocer su lengua es obligación de todo escritor, como es obligación de un mecánico de coches conocer las piezas de un coche, sus variantes y su funcionamiento. Y cuando digo conocer la lengua quiero referirme no sólo a su parte teórica, sino también a su uso, a su oralidad. Así como el buen pintor ha de conocer las texturas de cada pigmento, el escritor habrá de estar familiarizado con las texturas de su lengua. No es esto algo que se estudie en los libros, sino que es un arte, por así decir, que se va adquiriendo poco a poco, a medida que uno se interesa por la palabra. A veces ese conocimiento lo hace por contraste con otras lenguas. Yo confieso que la traducción y el conocimiento de otras lenguas me sirve para ahondar más exactamente en los mecanismos, en la grandeza y en los puntos muertos de mi lengua. Pongo algunos ejemplos: me sorprende mucho que ni el español ni el portugués tengan un específico pronombre posesivo de tercera persona del plural, de forma que decimos esta pelota es de ellos o suya, cuando todas las demás personas del verbo poseen su voz específica. Me sorprenden las dobles o terceras negaciones: no vengo nunca, ni vengo ni no vengo, nunca nadie me dijo nada; me encanta, por ejemplo, la palabra lusa luar que significa rayo o reflejo de luna, pero en español no tenemos una palabra específica para ese concepto; para designar el olor a tierra mojada de la lluvia, el español tiene una palabra infame, petricor, que ningún poeta se atreverá a colocar en un poema; una palabra con tanto flujo como doquier ha caído en la irrelevancia o sustituida por la perífrasis por todas partes cuando en inglés existe el everywhere, en italiano el dovunque o el dapertutto, o en francés el partout. Son nimiedades, de acuerdo, pero sin poseer una conciencia orgánica de la lengua, sin conocer algunas de sus limitaciones o grandezas es difícil prosperar en la escritura. Concretamente presto mucha atención al andaluz, porque me resulta un lenguaje más vivo, intuitivo, preciso y plástico que el castellano septentrional. Una frase como "vengo muertecito vivo", me vuelve literalmente loco por cómo se cruzan términos antagónicos para reforzarse, y cómo el diminutivo se convierte por la gracia del lenguaje andaluz en aumentativo, de modo que decir que vengo "muertecito vivo", o "estoy loquito perdío", más allá de ser intraducibles, son disparates lingüísticos que a mí me encantan. O el valor de la redundancia para expresar graduación: el tipo estaba loco loco, ¿el coche iba ligero ligero o iba despacito despacito? O el famoso noniná, esa expresión maravillosa que desafía toda lógica gramatical y en eso consiste su intraducible belleza. O el también intraducible noysí utilizado en mi comarca para expresar un no categórico. ¿Cómo carajo una lengua llega al noniná o al noysí? ¿Por qué triunfaron tales expresiones? ¿Por qué se han quedado? Conocer y querer la lengua es prestar atención a éstas supuestas banalidades. Conocer bien nuestro instrumental lingüístico no es cuestión de un día ni de dos, pero viene a ser como conocer la paleta cromática para un pintor o las interacciones de las piezas mecánicas para un mecánico. Puedes pintar cuadros sin conocer cómo se relacionan los colores entre sí, de acuerdo, pero sin ese conocimiento esas obras tal vez carezcan de armonía y de contrapeso y ante ellos sentiremos que algo no va. Se puede escribir con relativamente pocas palabras. Antonio Machado y San Juan de la Cruz son acaso los poetas con las paletas lingüísticas más pobres del castellano y sin embargo ambos dos son, tal vez junto a Lorca, los más altos poetas de la lengua. El propio Rulfo es un narrador sobrio con una muy limitada tabla semántica, pues no emplea, como Machado, más que un puñado de palabras gastadas y sin embargo su cortísima obra es una cima de nuestra lengua. Rulfo, prestad atención a esto, no utilizó en su obra más palabras que las que utiliza un campesino analfabeto de Jalisco, su tierra, pero cada palabra tiene el peso de una piedra y a la vez el vuelo de un totochilo, "esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amoles". Pero, cuidado, con esas pocas palabras construye un universo. ¡Y qué universo!

La tradición también es algo en lo que el escritor ha de escarbar y tomar partido, hasta hacerla suya. Existe un acerbo lingüístico, un universo temático o genérico, un gusto por determinados caminos de la escritura, una manera de resolver situaciones, unas hechuras, una mirada al mundo, una relación con el lenguaje, tradiciones en suma. Unos hacen novela histórica, otros poesía de la conciencia, thrillers, realismo mágico, metapoesía, suspense, expresionismo, picaresca, esperpento, noir, neobarroquismo, novela crítica, novela romántica, neorrealismo, psicologismo, historicismo..., el listado es tan largo como presumible, pero lo único cierto es que el escritor que quiera trabajar en alguna de estas canteras, ha de conocerlas bien, desde dentro, desde la lectura, desde el conocimiento profundo de sus fuentes y de sus expresiones. La tradición son las referencias, el adn, la larga cadena que lo une a otras formas de escritura. La tradición es el entramado óseo que sostiene la obra del escritor. Uno es parte de una carrera de relevos y ha de saber de quién tomar el testigo o al menos cuál es tu equipo. Naturalmente podrá combinar dos o más tradiciones pero sólo, y subrayo el adverbio, sólo desde el cabal conocimiento de ellas. Aquí es de capital importancia la lectura. Cada fórmula tiene unas reglas no escritas, intuitivas que sólo se conocen mediante su frecuentación y su reflexión.

La escritura habla de nosotros, de nuestro mundo, de nuestros intereses, de nuestra tradición, de nuestros anhelos. La condición humana, la naturaleza, el tiempo y su paso, la historia. Al escritor le basta consigo mismo para describir el mundo. Dentro de él está todo. Todo cuanto él conoce, que es tanto como decir tanto sobre lo que puede escribir. Sus experiencias, sus fobias o sus anhelos son equiparables al del resto de los mortales, pero él, embaucador al fin, los hace suyos, él escarba en ellos, él nos los presenta como algo nuevo. El dolor, como sugería Shakesperare iguala a los hombres, y así el amor, la esperanza, la duda, los miedos, etc... Todo cuanto tengamos que decir ya está en nuestra cabeza. Por fortuna no es necesario pagarse un vuelo a Nairobi o Nueva Zelanda para recrear en tu imaginación una calle de Nairobi o Nueva Zelanda donde el personaje recibe por vez primera un beso o un disparo en el pecho, pues todos los primeros besos y todos los disparos en el pecho nos siguen ocurriendo aquí y ahora, una y otra vez, y Nairobi no deja de ser un raro decorado secundario en mitad de la plenitud del beso o del disparo; no hay que haber conocido la Roma de los césares para echar a andar a un personaje por esas calles oscuras y salitrosas donde es raro que no nos conmueva el olor nauseabundo de la muerte. Sí, nosotros, cada hombre lleva todo el mundo y toda la historia del hombre encima. Nacemos con eso como nacemos con una piel sonrosada u oscura. Somos parte de algo muy anterior a nosotros, algo que va a condicionar nuestras vidas, pues nos servirá de carril por el que caminar. Hay, sí, que haber ahondado en uno mismo, hay, sí, que haber dejado atrás los convencionalismos y estar dispuesto a echarse al camino (al horizonte), aceptando que podrás darte de bruces con una pacífica jirafa o con un león embravecido y que tu oficio es salir bien parado del encuentro. La coartada que elijas es lo de menos. Hay quienes escriben por vocación y eso está bien, hay quienes lo hacen por necesidad y eso está bien, hay quienes lo hacen por entretenerse y eso está bien, hay quienes lo hacen en defensa propia y eso está bien, hay quienes lo hacen para deslumbrar a su vecina y eso está bien, hay quienes lo hacen por fastidiar y eso está bien, hay quienes lo hacen por profesión y eso está bien, hay quienes lo hacen por curarse y eso está bien, hay quienes lo hacen para disculparse y eso está bien, porque no importa desde dónde partamos, sino cuál sea nuestro viaje. Y como pretendía Kavafis hablando de Ulises lo importante acaso sea el viaje y no su fin.

La escritura es forma. Hablaba Borges de que no había más de 5 argumentos para una novela. Me parecen muchos. Lo importante no es lo que escribamos, sino cómo lo hagamos. En cada momento de la historia hay argumentos recurrentes. Antes de ayer se hablaba del honor, ayer se habló de la condición social, hace un rato de la libertad, hoy del feminismo, mañana de multiculturalismo, pasado mañana sobre la invasión de los selenitas, ayer prevalecía la novela social, esta mañana la erótica, a mediodía la histórica, el thriller, pero sólo las buenas novelas, las realmente buenas, las que estén bien escritas formarán parte de nuestro acerbo. No por hablar de un tema de prestigio o de moda tu obra será buena. No. Importa la forma, el cómo esté contada la historia, el cómo fluya el poema, el cómo el autor haya contado su historia. Hay muy pocas novelas que superen la descripción del mundo femenino como La plaça del diamant y esto ocurre sencillamente por el brutal aunque contenido análisis que su autora hace sobre el mundo femenino en una época aciaga para la mujer. Merçé Rodoreda logra en esa novelita de no demasiadas páginas hacernos ver con toda su acritud y toda su humildad el universo femenino en una época concreta. Lo que salva a la novela no es lo femenino, sino la manera de estar contada esa historia. La idea del Dios católico subyace en el meollo de todas las catedrales, pero hay que reconocer que hay catedrales y catedrales. Pues igual pasa con la escritura.

La escritura es la descripción de un viaje, ya sea hacia adentro, hacia afuera, o hacia donde nos dé la gana. Partimos de algo para llegar hasta un otro algo. Una novela o un poema no es más que algo que empieza de una forma y acaba de otra. El poeta no describe una flor, pues eso lo haría mucho mejor el botánico. El poeta no describe la flor sino que nos hace verla, sentirla, pensarla, incorporarla a nosotros. Nos la revela, en suma. Transforma la flor en otra cosa, en algo que sin dejar de ser flor, ya es otra cosa y nos pertenece, nos habla, nos abre la espita de la memoria, nos convoca, nos conmueve. Si el poema no es capaz de abrir esos cauces, si no es capaz de revelarnos algo o emocionarnos con algo, si el poema no nos interpela, si no nos pregunta o no nos inquieta, el poema no ha cumplido su función y se convierte en un acto fallido, en un artefacto mal trazado, como el reloj que atrasa sistemáticamente o un puente varado en mitad de un río. Los personajes de una novela comenzarán un camino que los transformará, pues en caso de no hacerlo, la experiencia será nula, no habrá nada que contar, no habrá novela y si no hay nada que contar, si lo que contamos es tan irrelevante que ni siquiera parece concernir a los personajes, qué podrá decirnos a nosotros o a nuestros lectores. Es indispensable que una novela o un poema proponga algo y lo desarrolle. Y esto vale, naturalmente, igual para una novela de suspense (donde un suceso habrá de ser desvelado a través de un viaje que se inicia en la ignorancia, para acabar en el conocimiento), que para una novela psicológica donde un suceso hace que el personaje entre en una dimensión desconocida de sí mismo y avance sobre ella, o en la novela histórica donde el personaje se siente espoleado y transformado por los acontecimientos que le toca vivir o los propicia. Ha de quedar claro que la novela debe partir de un lugar para arribar a otro. Los personajes que comienzan la novela no son ni pueden ser (o parecer) los mismos que asisten a su final. Una búsqueda, una muerte, una desilusión, una salvación, una renuncia, una toma de conciencia, una culpa, una condena, una derrota, una revelación, los espera entre sus páginas y ellos son los primeros sacudidos. De no ser así, qué lector se tomaría el trabajo de seguir el curso de algo que no tiene curso, que no conduce a nada, que ni siquiera ha hecho cambiar a sus protagonistas. Una novela no es más que un billete a alguna parte. La escritura es, pues, transformación. Proceso. Viaje. El escritor es un viajero que viaja sobre el grafito de su lápiz o desde las teclas de su ordenador buscando un rastro, no pocas veces su propio rastro.

Escribir es un oficio y como tal hay que tomárselo y hay que vivirlo. Uno lo tiene que aprender de otros, al menos hasta que las manos estén encallecidas de pasar páginas y leer en los demás y conocer el alma humana, e intuir nuestras limitaciones, y no desconocer nuestras esperanzas. Leer, no hay más camino que ése, hasta ir discerniendo entre el ruido, los sonidos verdaderos de los enlatados. Hay que saber cómo los demás han afrontado el hecho y el oficio, qué nos han dejado, cuáles fueron sus carencias, cuáles sus miserias y cuáles sus grandezas. Saber qué han visto otros es haber estado allí, es haber experimentado o al menos contemplado la visión. Pero es que, además, tengo la casi certeza de que todos los escritores verdaderos son gente curiosa, buscadores de perlas, inconformistas que necesitan explorar en sus suelos más profundos, que desean observar cómo antes otros afrontaron su vida y su escritura. Es hermoso escuchar a los pintores hablar de la pincelada de tal pintor, de cómo aplica determinadas técnicas, de la predilección por determinados pigmentos, de cómo prepara los lienzos, la pared del fresco, o el papel de grabado, de cómo es su cocina. Los escritores también tenemos cocina. De unos nos interesan el fraseo, de otros la estructura, la temperatura, en otros la adjetivación o las descripciones, unos destacan por la construcción de sus personajes, otros por el manejo del diálogo, por el tempo, de unos nos interesa cómo construyen la frase, de otros su falta de solemnidad, la fuerza, la ligereza, la mirada, su compromiso, su sagacidad, su audacia. No es lo mismo Carroll que Celine, como no es lo mismo Lezama Lima que Rulfo. Al conjunto de rasgos que informan de un escritor solemos llamarlo taller. Crear nuestro propio taller es importante. Leer a los demás es leer en uno mismo. Observar cómo alguien afronta la escritura del amor, del deseo, de la frustración, de la derrota, del poder, del compromiso, de la euforia, del misticismo, del dolor, de la aventura de la vida, de la prisión, de la oscuridad, de la esperanza, de la fatalidad, de la frustración, de la desgracia o de la dicha, nos descubre, aunque sólo sea por contraste cómo lo hubiéramos afrontado nosotros. El escritor no puede prescindir de la experiencia ajena, como no puede prescindir de la estrategia con que se enfrenta a cualquiera de esos estados de la vida. Un escritor es un observador, un cotilla, un oidor, un curioso. Y, por sobre todas las cosas, un lector. Un escritor que no leyera tendría el mismo éxito como escritor como el natural de una aldea de Guinea Papúa que pretendiera inventar un tractor sin conocer la existencia de la rueda o las leyes de la termodinámica. Un escritor no podrá construir artilugios sin saber cómo los hacen quienes les precedieron o incluso cómo lo hacen sus contemporáneos. Esto parece algo de perogrullo pero cuántas veces nos encontramos con jóvenes escritores que afirman no leer para así evitar que sus lecturas les influyan. Imaginen ustedes que nos negáramos a comer para así no dejar entrar en nuestro organismo ninguna partícula nociva venida del exterior. Y si sin comer es imposible vivir, lo siento, sin leer no es posible la escritura, aunque también es cierto que no está escrito en ninguna parte que sea imprescindible escribir.

Otro aspecto de la escritura que de ningún modo quisiera soslayar es el de la responsabilidad del escritor con su tiempo y con su espacio. Sé que hay escritores que no quieren saber nada de compromisos. Esos escritores francamente no me interesan, no están en mi tradición, por así decir. El solipsismo no me interesa. Vivimos dentro de una inmensa naranja y todos viajamos con ella. Sobre esa naranja se van produciendo hechos lo queramos o no. La indiferencia ante esos hechos no es posible. O sí, pero la indiferencia ya es una actitud, una manera de posicionarse frente a los hechos. Ningún escritor nace exclusivamente de sí mismo. Necesita de los demás. Y necesita de los demás no sólo para aprender, sino para que su obra tenga una posibilidad de ser recibida y discutida. Publicar no significa otra cosa que convertir mediante la imprenta en público lo que antes permanecía en el ámbito de lo privado. Publicar por tanto implica una responsabilidad, una tentativa de comunión y de diálogo con el otro y con los otros. Cada escritor elegirá qué tipo de compromiso y qué tipo de ligazón lo unirá con su tiempo y con su espacio. Pasar de puntillas no es posible. No se trata de influir o de pretender convertirse en una suerte de Norte social, de sacerdote de la comunidad, pero sí tratar de penetrar en los conflictos, contradicciones, perspectivas y pálpitos de su tiempo. El escritor se convierte sin quererlo en una veleta que registra los cambios de viento, las precipitaciones, las borrascas, los seísmos. No es posible escribir sin proponer algo, escondiéndose tras las cortinas, haciéndose el invisible, tratando de agradar a todos. El escritor ha de formarse una teoría del mundo, una teoría del hombre, una teoría del tiempo y en la medida que esas teorías sean más o menos certeras, más o menos sinceras y más o menos plausibles podrán servir a los demás, podrán proponer nuevas visiones o nuevas respuestas. Un escritor sin mundo, que no se lleve al mundo con él mientras escribe, es en esencia un escritor muerto, un escritor sin programa, un escritor sin preguntas, un escritor sin respuestas y todo podremos perdonárselo a un escritor, salvo que no nos provea de preguntas, que su escritura no proponga nada, que no se rebele ante anda. Desconfíen ustedes de la literatura y del literato que rehuye la pelea, que se esconde, que no transpira, que no responde a los retos de su tiempo y de su espacio.


La escritura es generalmente un oficio mal pagado, difícil, de feroz y a veces espúrea competencia y al que generalmente tenemos que ayudar con segundos oficios o pasarlo de todos los colores. El alejandrino Páladas escribió esta frase que siempre ha regido mi escritura: "Para que Paris siguiera raptando a su Helena, yo me hice mendigo". Alguien como Pessoa publicó en vida muy poco y en lo poco que publicó hubo de pedir ayuda a los amigos o pagárselo de su propio bolsillo. Lorca no comenzó a vivir de su oficio hasta 6 años antes de su muerte y eso que Lorca es un caso extraño de pronta victoria en la literatura. Es una lástima que tanta victoria no fuese entendida por la ferocidad de los demás. Sus primeros libros hubieron de ser sufragados por sus padres. Lo mismo vale decir de JRJ, cuyos primeros 20 poemarios fueron pagados por él mismo. Esa y no otra es la razón por la que llegó a saber tanto de tipografía. Los novelistas parecen hechos de otra pasta pero su situación ha sido y es similar. Vemos a unos cuantos rostros televisivos a quienes parece les va muy bien, pero no nos equivoquemos, son una muy pequeña minoría y esa minoría por lo general viene de otras guerras: suelen ser periodistas para medios importantes, tertulianos, famosetes del tres al cuarto o asimilados. Pérez Reverte fue un reportero de guerra de la tele cuando sólo existía una sola cadena televisiva y muchos de los últimos Premios Planeta son personas que vienen del mundo del periodismo de alto vuelo, del mundo del espectáculo o son simples rostros de la tv. No pretendemos desde aquí echar por tierra este divino oficio, pero no se dejen ustedes encandilar por el oropel y la fanfarria. Este es un oficio generalmente de derrotados a quienes luego, pasado el tiempo, hay que rescatar de los escombros, de las escombreras, de los socavones. Ignoro por qué nos conmueve más la derrota que la victoria. Las primeras ediciones de los grandes libros suelen ser caras: la razón siempre es la misma, se imprimieron muy muy pocos ejemplares. Y porque de la derrota y del derrotado suele salir mucho mejor literatura, pero es este un hecho tan incontrovertible por ahora como que la Tierra es redonda.

Aunque algunos se empeñen, no hay manera de saber si un libro tendrá éxito o no, si venderá ejemplares o no, salvo que narre un chismorreo psicalíptico sobre un futbolista o un rey. Así quizás, y sólo quizás, sí. Podrías escribir como el culo o que tu negro escriba como el culo pero entonces probablemente sí, entonces venderás por encima de los mil ejemplares. No pienses mucho más allá de esa vertiginosa cifra. Los escritores debiéramos desaprender a contar más allá de 200, pues eso nos evitaría muchos malentendidos con los demás y con nosotros mismos. Para un editor acertar con un best seller es tan probable como acertar en la quiniela. Nadie puede explicar porqué Tiempo entre costuras, Patria o Soldados de Salamina superaron las 50 ediciones. El que sean libros pésimos no basta para explicarlo todo. Ni los más bravos editores, acaso los más interesados en el asunto, logran dar con la tecla. A veces leo en algún anuncio a un tipo que dice tener la fórmula infalible para escribir un best seller, pero luego busco en google los libros de quien paga el anuncio y tampoco ellos han logrado dar con ese best seller prometido o quizás, no quiero ser demasiado severo con ellos, se conforman con señalar el camino, pues los iluminados aparte de raros, suelen ser desprendidos. Quizás no hayan escrito ese libro para no apabullar a los mortales o para dejar hueco a los demás mindundis que andamos por estos andurriales y que necesitamos apuntarnos a sus cursos. Es un gesto de agradecer, pero yo, que soy malicioso por naturaleza, intuyo que el no acertar ni una se debe a la cantidad de variables que han de darse con un libro no para que sea bueno, que también, sino para que simplemente se venda. Y esas variables son tan infinitas que ni siquiera Dios o estos señores tan señoreados han dado aún con la tecla. En todo caso el oficio de escritor no acaba cuando pone la palabra fin a su última corrección o galerada. El escritor ha de acompañar al libro, ha de difundirlo, ha de conseguir que lo lea el mayor número de lectores. Los primeros libros de un autor apenas se venden, pero puede que lo lea alguien que pueda leerlo y proyectarlo. Publicar tiene mucho de echar una mensaje en una botella al mar. Probablemente la botella acabe rompiéndose contra un acantilado o enterrada en la arena, pero, bueno, han ocurrido milagros.

Digámoslo en plata: en literatura hay mucha más cochambre que lentejuelas. Si usted pretende ser novelista de oropel, mi consejo es que abandone a todo correr esta sala, que se compre una camarita y un micrófono, que se monte un estudio de you tuber, que haga un reportaje degollando literalmente a su abuela, consiga que un perro cante por bulerías o que un choco atraviese en actitud marcial un semáforo, provoque a su vecino con un bate de béisbol, pásele un porro al rey de Inglaterra, pinte de azul el puente de San Francisco y convenza a sus vecinas para que se tiren a una charca inmunda, y grábelo, grábelo todo. En fin, haga lo que tenga que hacer, y una vez labrada cierta notoriedad y ganada una pasta, contrate a un negro -aquí le dejo mis honorarios- para que le escriba su primer best seller o lo que sea. Este es mi principal consejo para que la inversión en este curso le resulte altamente rentable. No sólo se ahorrará tiempo y desdichas, sino también pasta, pues no tendrá que comprar cantidades ingentes de libros (que además tendrá que leer y entender y almacenar bajo las camas, vaya quilombo), no tendrá que mendigarle a ningún amigo que lea sus textos, no tendrá que agarrar por los mismísimos a sus familiares, amigos y compas de currelo para que acudan a su primera presentación (a la segunda no irá nadie, ya se lo aseguro) y por supuesto no tendrá que soportar la pedantería casi segura de los críticos y de sus editores, todos los cuales le hablarán de Lacan, de Gombrowitz, de Pessoa o de Proust, con quienes ha de familiarizarte enseguida no vaya a pasar por un dominguero con su cestita de setas recién comprada en el Corte-Inglés. Y eso, compadre, es lo último.

Por supuesto si quiere ser escritor, digo escritor, escritor de verdad, haga la prueba de fuego y acuda puntualmente a las ferias del libro para ver colas de youtubers, toreros y demás botox televisivos, ésas que le dan siete vueltas al recinto mientras usted, escritor de oficio, permanece ocioso con su flamante pluma de 50 euros defendido del ridículo sólo por una pila de libros y el techo de una caseta, fortaleciendo su espíritu y controlando su perplejidad, mientras medita sobre la existencia y cavila sobre las naturalezas de Raskolnikov, del Dr Jekill y Mr Hyde, de Enma Bovary, de Ana Ozores, de Ignatius Reilly o de Remedios la Bella, pero a sabiendas de que mañana seguirá escribiendo porque no puede dejar de hacerlo, porque se seguirá sintiendo atado a esa rueda que la tan lisonjera como cabrona fortuna ató a su cuello, y todo, todo esto se lo dice un tipo como yo, que dedica sus pulmones a este sagrado oficio, y que para ir a una feria del libro debe pagarse el transporte, el menú barato, el hotelito y las copas, para acabar firmando uno o dos ejemplares a un amigo trasnochado que no ha encontrado excusas para rechazar su invitación o, peor aún, al colega que ha reconocido cuando pasaba casi suprepticiamente junto al stand, para hacerlo caer en su red, como una vulgar viuda negra, y el pobre no ha tenido la crueldad o la displicencia de no adquirir un ejemplarcito firmado por usted, un ejemplarcito que alguien pisoteará esta misma noche junto al contenedor de su barrio, sin que nadie haya leído la dedicatoria o el título, naturalmente. Pero si usted ha optado por no salir de esta sala y apechugar con lo que le cuento, le auguro al cabo de innumerables fracasos la consideración de un centenar de personas (con suerte dos centenares) y vivirá una incierta aunque náufraga posteridad. Aun así, hay gentes que incluso estando las cosas como están, ponen todo su afán y todo su ser en la escritura porque estoy convencido de que no hay derrota que no alumbre una pírrica victoria, y porque uno puede vivir sin dinero, uno puede vivir sin coche, sin una casa confortable, uno puede vivir en la pura incertidumbre, pero a cambio llevará consigo la pasión y es la pasión, que no otras zaramanguayas, lo que nos hace la vida soportable. O como diría Pessoa a través de Reis:


Para ser grande, sé entero: nada

tuyo exagera o excluye.

Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres

en lo mínimo que hagas.

Así en cada lago toda la luna

brilla, porque alta vive.


Pavese: mal de ojo

Hoy os dejo con un cuento bastante desconocido de Cesare Pavese, Mal de ojo (Iettatura) no publicado en vida ni recogido en el volumen postumo de cuentos Fiestas de agosto y que apareció por vez primera en la colección de Cuentos completos de CP,  de 1960, organizado por Italo Calvino, y publicado por Einaudi. En España lo tradujo la excelente traductora Esther Benítez pero su traducción llegó a pocos lectores y no es fácil de encontrar. Hace un par de años lo publicó la ed. Alud con traducción mía junto a otros cuentos desconocidos de CP. Esta es la presente versión.

Eterna Cadencia - Trabajar cansa: poemas de Cesare Pavese

 

 

Mal de ojo1
(“Iettatura”)


Un día escuché decir a la cajera: —Mira, parece enfermo. ¡Qué tipo tan repugnante! —Y me giré sorprendido. Hablaban de mi compañero, que se asomaba lentamente por la escalera cargado con una pila de libros. Cuando me volví sólo asomaba su cabeza calva; luego aparecieron los hombros encorvados, la larga bata gris, y Berto vino a depositar los libros que cargaba contra el pecho, sobre el mostrador. Había en su cara una inmóvil tensión de angustia, como la de quien se esfuerza por no llorar, y extrañamente sus ojos parecían hundidos bajo los párpados, brillantes como el agua de un pozo.

—Y eso que no está casado —susurró el primer dependiente a la cajera, que tenía aún la boca crispada por la mueca. Me miró a mí, que los escuchaba, y me hizo señas. Acerqué mi cabeza a sus cabezas inclinadas y me trajo a la memoria ciertas tardes cuando uno sale de la tienda al calorcito primaveral. Nunca había estado, simple mozo, tan cerca de aquella mujer inalcanzable. —Gigi nos está oyendo —dijo sonriendo. —¿Siempre pone ese careto en la trastienda? —me preguntó el oscuro empleado.

—Pero, señor, cada cual tiene su cara —respondí.

—Eres un chaval despierto —prosiguió—. ¿No te cuenta qué le pasa, no se abre contigo? No se puede mirar así a la gente sin una razón.

—Yo me quejo cualquier día —dijo la cajera.

—Si en la tienda hubiera un incendio o echaran a alguno, diría que es un gafe; pero no soy supersticioso —dijo el otro, preocupado—. ¿Tú qué dices, Gigi?

—Cuando pasa por delante me da cosa —silbó la cajera—. Lo que temo es que haya salido de la cárcel.

—Edad tiene, unos cuarenta años.

Yo nunca tuve esas sospechas. Era entonces muy joven y poco propenso a fijarme en las caras ajenas; menos aún en la del silencioso Berto. Lo veía muy poco, porque me pegaba todo el santo día en bicicleta dando bandazos con los pedidos. Las raras horas que pasaba en la tienda deshaciendo paquetes o buscando libros para los dependientes, casi siempre veía a Berto de espaldas, vuelto hacia las estanterías, con la cabeza inclinada a un lado. O pasando con pasos rápidos, como una sombra, mirándome sin decir esta boca es mía. Si le pedía algo, enseguida se daba la vuelta sobresaltado y me atendía. Un viejo, me parecía, quizá impotente. Una vez que regresé empapado de lluvia me lanzó una media sonrisa, estirando la cara y guiñando aquellos ojos distantes.

Era verdad, como decía la cajera, que parecía enfermo. Pero un enfermo de las fotos, con expresión inmóvil y grabada a fuego. Hasta el amarillo malsano de las fotos viejas se transparentaba a su alrededor, en el eco cansado de las bombillas de baja intensidad. Pero él ni siquiera se quejaba de esa cicatería del dueño, que hacía que nos dolieran los ojos de tanto leer en las estanterías más altas, excepto por la muda desnudez de aquellos ojos, siempre a punto de echarse a llorar. Una vez que me estaba dejando los ojos buscando un libro en un rincón, maldije aquel tinglado y encendí una cerilla. Berto vino corriendo y la apagó, diciendo, indignado, que podríamos incendiar el almacén.

Fue la tarde en que me había enterado de la desaprobación de los dependientes. Miré a Berto y lo encontré despreciable. Aquella cabeza calva; la boca caída, enderezada sólo por las muecas y la piel arrugada, contraída, como por una fiebre congelada en los huesos o en el alma, me irritaron. —¿Es que te duele el estómago? —le grité enderezándome.

Berto me repitió en baja voz que no se podía encender fuego, que a él le gustaría fumar en la tienda, pero que el dueño se lo había prohibido y no le faltaba razón. Se me escapó una risita y le expliqué que me refería a una enfermedad de verdad: a una colitis, a algo del estómago, de los intestinos y quizás a unas purgaciones —concluí.

—Las tuve a tu edad —dijo Berto, dudando—. Mal asunto, pero ya estoy bien.

—Y ahora, ¿qué es lo que tienes?

—¿Ahora? —el asombro le blanqueó la cara, sobreponiéndose a la tensión de siempre. Movió los ojos—. No tengo nada. ¿Por qué? ¿Me ves mal?

Era sincero. —Pareces un muerto, eso es. ¿Te zurran en casa?

La animación de Berto se apagó. —Muchacho —dijo en voz bajita—, vivo solo. Hace mucho que nadie me zurra. Habré cogido frío; soy viejo, por eso tendré mala cara.

Aquel modo serio y asombrado de aceptar las preguntas me impidió seguir. Era como andar por la arena: mucho trabajo y poca ganancia. Cierto, pero no me había mentido. Y, además, mirándolo bien, su rostro no parecía el de un enfermo. Tendría que ser un dolor lancinante y seguido como para contraerle la boca de aquel modo y hundirle los ojos tan a fondo. Y, además, ¿qué enfermo no se aprovecharía de una ocasión así para quejarse? Lo de Berto era más bien desolación, como la de la cara de un niño mimado que se va a echar a llorar. También yo empezaba a sentirme retorcido en su presencia. ¿Cómo es que nunca me había dado cuenta?

Al día siguiente, al subir en busca de un paquete, aproveché un momento en que dos clientas pelmas preguntaban por el dueño para no sé qué cosa, y me acerqué al primer dependiente que lo miraba pálido y correcto.

—Parece que no está enfermo —le murmuré, contento por la confidencia.

—¿Qué? ¿Quién? —me preguntó.

—Berto —dije intimidado.

—¡Al diablo! Es culpa vuestra el que no salgan los pedidos. Al mirarles a la cara, uno se olvida de los libros. ¿Qué es lo que hacen mientras?

Me escapé como pude, pero la cajera, a mediodía, me llamó muy amable en el pasillo y, poniéndose el sombrero, me dijo que si no podría subirle yo los libros. —Tú, Gigi, eres más rápido y en la tienda hace falta gente con buena pinta. ¿Cómo se puede soportar a ese viejo imbécil? —y añadió, agitándose—: Lo veo hasta en la cama, a oscuras, como un fantasma. Le respondí que yo estaría encantado de hacerlo, pero que mientras andaba de recados no había más remedio que lo hiciera Berto. La guapa Luisa se marchó sonriendo.

Por varios días, después de la tarde de la cerilla, vi poco a mi compañero. Ahora nos despedíamos a la salida, y siempre sentía aquellos ojos sobre mí y, al encontrarlos, recibía una triste sonrisa. Ese gesto suyo me alarmaba y me provocaba un malestar casi físico. Me quedaba siempre aquella angustia vil, aquella despiadada soledad de los ojos. ¿Cómo se vería el mundo a través de aquellos ojos?

Una tarde salimos juntos; ya estaba oscuro y yo, exaltado por una brisa que traía olor a nieve, invité a Berto a tomar algo en una taberna. Recuerdo que al doblar la esquina Berto alzó la cabeza hacia la Central, que al anochecer apuntaba hasta el cielo con sus innumerables ventanas iluminadas, y dijo deteniéndose: —Cuánta gente trabajando. Ésos estarán toda la noche.

—¿Y tú qué haces por la noche?

—Yo me pongo a leer en la cama. No tengo otras distracciones.

Que leía, yo ya lo sabía. Casi todas las tardes al salir, de eso me había dado cuenta unos días antes, se metía algún libro en el bolsillo interior del gabán, que restituía en su lugar, secreta y delicadamente, al día siguiente. Unas veces era un manual de historia, o, más frecuentemente, una novela. Por lo demás, sospechaba que la cajera hacía lo mismo.

En la taberna bebí un vino y Berto pidió café. El vino me calentó un poco la sangre y me olvidé del malestar de su presencia. Le expuse mis proyectos, que me gustaría ser primer cajero, y le confesé que, mientras, me conformaría con llevarme a la cajera a la colina.

Berto escuchaba con su habitual gesto de sufrimiento. —Eres joven —me dijo—. Tienes tiempo y hasta puedes hacerte el dueño. Olvídate de la cajera: por bien que te salga, una mujer sólo puede darte hijos. Tienes mucho tiempo por delante. Ahora piensa en ganar dinero.

—Y a ti, ¿qué te han hecho las mujeres? —le pregunté.

Berto respondió gravemente, cerrando los ojos como si quisiera sonreír: —Nada —más tarde repitió—: Nada. Y ojalá te pase lo mismo con Gigi. A muchos les hacen daño. Piensa que sólo hay una mujer para cada hombre, y no siempre se la encuentra.

—¿Una sola? —dije preocupado.

—No seamos injustos —continuó Berto—. A las mujeres les pasa lo mismo. ¿Qué les damos nosotros a las mujeres? Muchos las maltratan.

—Yo no soy de ésos —respondí.

En resumen, durante aquella tarde la figura de Berto se me veló de niebla, y al dejarlo hasta le estreché la mano. Pero ya por la noche, medio dormido, sentía un vago recelo por haber estado tan abierto ante aquellos ojos vacíos. De madrugada, recordé con un escalofrío que su gesto angustioso ya lo había visto una vez siendo niño en mi propia cara, reflejado en un escaparate, cuando mi padre me echó de casa a gritos, dándome patadas. Luego encontré trabajo y pude regresar, pero aún temblaba al recordar aquella aventura. Los pensamientos que había tenido entonces —entre los más alegres estaba el de tirarme al río— volvieron a mi mente. Ahora bien, Berto tenía la cara de quien se había tirado. Y aún la lleva encima. Siempre, a todas horas.

Al día siguiente había nuevas remesas que subir a la tienda y los dos íbamos y veníamos con grandes pilas de libros, vigilados por el primer dependiente, que toda la mañana anduvo con los nervios de punta y en especial con Berto, a quien no le pasaba ni una. Yo me escurría en silencio y noté que, a la primera aparición del pobre, un dependiente cercano a la caja se rebuscó en el bolsillo de los pantalones y le dijo algo a la guapa Luisa. Esta soltó una risita y luego echó una ojeada de resentimiento a Berto, quien se tambaleaba bajo su carga. El dueño sacaba de cuando en cuando la cabeza de su cubil y volvía a meterse en él, satisfecho.

Hacia mediodía hubo un momento de respiro, y el primer dependiente me llamó para darme trabajo.

—Berto es un buen hombre, ¿sabe? Debe de haberlo dejado su mujer —dije con desenvoltura. El otro me miró fijo—. Que lo haya plantado quien quiera, pero maltrata los libros.

—¡Cómo! Si los lee, sin hacerles una doblez... —dije.

—¿Cuándo los lee?

Me mordí la lengua. —No sé..., en el almacén, un vistazo, en los ratos libres. También yo leo algo.

—¿Cómo? ¿Es que también leemos durante el trabajo? ¡Ah! ¡Por eso no venís cuando se os llama! Que sea la última vez.

—No, no es eso. Berto no pierde el tiempo. Y yo habré leído tres páginas en dos meses. Sólo me ha dicho que le gusta leer.

—Pero no compra libros —concluyó, sombrío.

Aquella tarde me la pasé repartiendo paquetes por la ciudad. Saltaba a la bicicleta y así todo el rato. Era un trabajo sin futuro, como el de mozo de carnicero, y a veces humillante, pero hoy quisiera volver a aquellas escapadas a tumba abierta por las calles más dispares, siempre alegre e irresponsable. A veces andaba por lejanas y tranquilas avenidas, donde nunca había estado, y hacía tales sprints por el asfalto, que ni parecía que aquello fuera un trabajo. Luego regresaba despreocupado, serpenteando a paso tranquilo, y miraba a las chicas y terminaba el cigarro. Me pagaban por aquello.

Por la tarde regresé cuando ya estaba oscuro. Había brillado un poco el sol sobre el estanque congelado de las calles, y casi no sentía los dedos sobre el manillar. Entré en la tienda cuando ya estaban cerrando.

Encontré al primer dependiente, muy seco, paseando con aire ofendido ante la caja, mientras la guapa Luisa se dedicaba a mirarse las uñas. Del cubil de dirección llegó una voz airada: —¿Se da cuenta que lo suyo es casi un robo?

Crucé miradas con los otros dos dependientes, quienes me hicieron con las manos el gesto de a quien lo despiden. Creí que lo decían por mí y se me aflojaron las piernas. Eché otro vistazo alrededor y no se movía nadie. Entonces crucé toda la sala, alzando la bicicleta sobre el parquet, y bajé al almacén. La luz estaba ya apagada.

Estaba casi a oscuras, indeciso, hasta que ya en el último peldaño oí cómo la voz histérica gritaba: —¡Váyase, le digo! Y deje de mirarme de ese modo.

1Manuscrito. 11-13 de noviembre de 1937. Publicado en Racconti, Ed. Einaudi 1960.