EL
OFICIO DE ESCRITOR
manuel moya
Antes
de nada debo formular una afirmación necesaria: sí, aunque
a algunos escritores y a
otros les
parezca raro, existe el oficio de escribir. Hay
escritores por el mundo que tienen un oficio, que son un oficio en sí
mismos y que con su oficio dignifican la literatura y la vida. Porque
de eso creo que trata la literatura, de dignificar la vida, tanto
en lo personal como en lo colectivo.
Dignificar la parte soleada y la parte envuelta en sombras,
naturalmente. La escritura es algo así como un tendedero donde
colocamos nuestras sábanas a la vista de todos. Nuestra vida,
nuestros humores, nuestros amores, nuestras vigilias y nuestros
quebrantos quedan expuestos ahí, a merced del sol, de la luna, de la
noche, de la brisa y de la mirada de otros hombres. Esas sábanas
tendidas se convierten por un extraño juego de magia o de simple y
conmovedor misterio en nosotros, en lo que al final es nuestra huella
en la Tierra, nuestro paso por estos pedregales. En esas sábanas
colgadas del tendal se posarán los grajos y alguna vez que otra se
verán agitadas por los vendavales, pero también el sol las dorará
al atardecer y en ellas persistirán nuestras huellas, nuestros
sueños o nuestros insomnios. Y esas huellas, esos sueños y esos
insomnios podrán ser muy poca cosa, sí, pero son nuestros. Nuestra
modesta y acaso ilusa tentativa de desafiar al tiempo indomable.
Pero
ciñámonos al título. La escritura es un oficio como el de
dentista, abogado criminalista, soldador, futbolista, descorchador,
lampistero, cirujano, pescador sexador de pollos, albañil,
estilista, proxeneta, agricultor, drag queen o sastre. Un oficio al
que debemos entregarnos sin esperar mucho de él, como ocurre con los
grandes amores, como ocurre con las grandes aventuras y exploraciones
que nos han empujado un poco más allá. Tal vez la escritura no
merezca la pena y se convierta en un arduo esfuerzo sin
compensaciones, pero dónde está escrito que todo lo que hacemos con
esfuerzo ha de ser compensado y ha de tener un rédito vital
asegurado. La literatura es y tiene que ser una vocación,
pero yo diría más, la escritura es una pasión. Sin pasión
no hay gran escritura. En 1929 un gran poeta, Rainer María Rilke
escribía estas palabras a Franz Kappus, un aprendiz de poeta que le
había enviado unos versos para que Rilke le hiciera su crítica:
"Está
usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no
debe hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más
que un solo remedio: adéntrese en sí mismo.
Escudriñe hasta descubrir el móvil que le mueve a
escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en
lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia
confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya
no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la
hora más callada de su noche: "¿Debo escribir?" Vaya
cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es
afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con
un "Sí debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta
necesidad, erija el edificio de su vida".
En
mi vida de escritor he visto a muchos jóvenes doblar la cerviz a las
primeras de cambio en cuanto no encontraban en la recepción de sus
obras la respuesta social que esperaban. Lo que ellos buscaban no era
estrictamente la escritura, si no sus alrededores, sus partes de sol
y de bonanzas, su espectáculo, por decirlo así. Y han acabado
abandonado porque la realidad no se correspondía con el tamaño de
sus anhelos. Ellos no estaban motivados por la escritura, sino por
esa "fiesta" de egos que ingenuamente pensaban que se
escondía en el mundo literario. Por el prestigio, por la celebridad,
por la pasta, por todas esas cosas que la escritura suele ofrecer con
cuentagotas y no con equidad. Todo el mundo tiene derecho a sentirse
Dios, pero cuántos, cuántos posibles dioses hay en estos momentos
deambulando por el mundo. Álvaro de Campos ya hablaba de eso en
Tabacaria:
¿En
cuántos áticos y no-áticos del mundo
habrán
ahora mismo autogenios soñando?
¿Cuántas
nobles, altas y lúcidas aspiraciones–
sí,
verdaderamente nobles y altas y lúcidas–
y
quién sabe si realizables,
verán
la luz del sol real o lograrán el auditorio de la gente?
El
mundo es de quien nace para conquistarlo
y
no de quien sueña con conquistarlo...
Pero,
es cierto, existe una cierta concepción equivocada del esfuerzo,
seguramente alentado por la filosofía capitalista y calvinista del
esfuerzo, según la cual sin esfuerzo nada es posible, pero al tiempo
se da la paradoja según la cual las cosas que más nos congratulan y
nos gratifican no nos exigen esfuerzo alguno. El esfuerzo y la culpa
son el legado de la religión en nuestras vidas. Las cosas según
esta concepción han de costarnos, las cosas han de dolernos, las
cosas han de ser conquistadas o vencidas, como si vivir fuera una
batalla y nosotros su campa viva. Y la metáfora de la batalla, del
esfuerzo por un lado y de la culpa por otra parecen las consignas de
la vida, cuando no son más que su brazo opresor. Sangre, sudor y
lágrimas. Se nos dice que tenemos que batallar, que abrirnos paso a
codazos si es necesario, se nos dice que no basta con ser como somos,
que tenemos que zaherirnos por hacer las cosas no lo suficientemente
bien, por ser como somos, por merecer lo que de ninguna forma
merecemos, etc... Uno se ve gordo, calvo, bajo, triste y uno siente
que debe flagelarse por eso, pues no se esforzó lo suficiente o no
renunció lo suficiente. Hay quienes siguen pensando que la
autoflagelación es el método. Cuántas veces he escuchado en
corredores o ciclistas aficionados decir con un vibrante orgullo
aquello de "hoy me he pegado una paliza del carajo" o "casi
acabo muerto, pero valió la pena"... ¿Como? Acabas casi muerto
y te ha merecido la pena? Intenta el suicidio, chaval, igual así te
sientes completamente realizado. No otra cosa decían los monjes que
utilizaban el cilicio para contener sus instintos, sus dudas y sus
caídas en el vacío. Sin embargo las cosas no tienen por qué verse
de esa manera. Amar a alguien o a algo no nos cuesta nada ni nos
incendia de culpa. Escuchar al hijo o a la madre ausente, contemplar
en silencio una escena de la naturaleza, por insignificante o
intrascendente que sea, bañarnos en un río, contemplar el mar o el
fuego, recordar a los seres queridos, consolar a un amigo, observar
algo hermoso, algo vivo, algo accidental, abrazar a un ser querido,
charlar con alguien... nada de eso requiere dinero o esfuerzo, nada
de eso pide "pegarnos una paliza" o "acabar muertos",
nada de eso suma culpa a la culpa. La felicidad nos hace libres y
mejores, pero no queremos ni estamos acostumbrados a ser ni libres ni
mejores, sino correctos y anónimos ciudadanos que cumplen con las
normas, por más arbitrarias que éstas sean, pero bueno, basta ya de
simplezas y de filosofía de baratillo. La escritura no es ni tiene
por qué ser una flagelación, aun cuando existe una nutrida nómina
de escritores que han sustituido el cilicio por la pluma, pero eso es
otro cantar.
Pero
volvamos a Rilke. Imaginemos que uno ha respondido a la cuestión del
poeta checo con un sí, es decir, que uno está dispuesto a decir sí
al reclamo de la literatura y está dispuesto a pagar su alto precio.
Que no hay marcha atrás. Lo primero, claro, será hacerse con un
instrumental básico. La escritura es un oficio con
instrumental propio. Un oficio que en vez de palustre, utiliza el
teclado o el bolígrafo, que en vez de bisturí usa el papel en
blanco, que en vez de la cubitera de coctáils usa la papelera y que
en vez de un tractor utiliza una biblioteca. Sin ese instrumental
básico (pluma, papel, papelera, biblioteca), no hay manera de
escribir. En caso de mucha necesidad, tal vez podríamos prescindir
de la biblioteca física, bueno, pero a condición de que seamos
capaces de llevarla en la cabeza, pero apenas podríamos prescindir
del papel, como tampoco de la pluma, que es el puntero que hace
estampar el negro en el firmamento de lo blanco, o, por supuesto, de
la papelera, que es el mejor y más sutil instrumento del escritor,
aquél del que no puede prescindir en casi ninguno de los casos.
Hablaremos poco de la pluma o del papel porque todos lo conocen y
todos lo han probado. Uno podrá llegar a prescindir de ambos y
escribir de cabeza como lo hacía Pedro Garfias, nuestro escritor del
27, que iba a las imprentas con su libro de poemas perfectamente
pre-impreso en la cabeza, uno puede escribir en las paredes y hay
paredes maravillosamente escritas.
Yo,
sin embargo, me voy a detener hoy en esa gran olvidada que es la
papelera, un instrumento que suele pasar desapercibido y que no
cuenta con el pedigrí de sus dos compañeros de trabajo, pero sin
papelera, sin el discernimiento o el filtro que supone una papelera,
escribir es casi imposible. Un porcentaje muy grande de cuanto
escribimos son tentativas, aproximaciones, borradores. Autoanalizar
la obra, corregirla, pulirla, contrapesarla, descartarla, averiguar
si está acabada o no, si se le puede afinar un poco más, trabajos
tan poco glamurosos, ocupan aproximadamente el 80% del oficio de un
escritor. Me resisto a creer en esos autodenominados escritores que
publican un texto sin haber intentado mejorarlo. Me tocan las narices
esos poetas que te recitan un poema cinco minutos después de haberlo
compuesto o ésos que te dicen, lo compuse ayer, mira, no me ha dado
tiempo a corregirlo pero léelo. ¿Cómo?, ¿me estás pidiendo que
me coma un pollo crudo sólo porque es tu pollo? Los primeros bocetos
de un poema o de una novela, hacedme caso, son casi todos malos,
salvo si te apellidas Cervantes, Shakespeare, Sthendal, Rimbaud,
Dostoyevski o Lorca. El resto de los mortales necesitamos corregir,
pulir y decantar una y otra vez, una y otra vez. Es por eso que me
parece una atrocidad publicar textos póstumos, bocetos, páginas sin
desbrozar o sin acabar, que el autor aún guardaba en sus cajones
para seguir trabajando. En mi caso, me enfrento al texto como a un
viaje que empieza en su primera redacción, muy intuitiva, para
luego irse transformando hasta acercarse a su forma final. A eso
lo llamo esclarecimiento, pero podríamos
denominarlo también decantación. Muy poco a poco el
texto, dialogando contigo, te lleva hasta su meollo, hasta su
decantación última. No siempre se produce la decantación, sin
embargo. Muchos textos no completan su viaje, pero ocurre a veces que
un texto te dice, clac, no lo toques más que así queda la rosa.
Otras veces los abandonas o los olvidas. A veces no necesitas de más
de diez o doce correcciones para que alcance su forma, pero en la
mayoría de las ocasiones este viaje supone un trabajo arduo y
paciente, con frecuencia de años. Por eso lo llamo viaje. Por eso
considero a la papelera como el mejor cómplice
del escritor. Sólo conozco a un escritor sin papelera: se
llamaba Fernando Pessoa, y convirtió su arca en una inmensa papelera
de donde aún extraemos sus textos. Pero el de Pessoa es el típico
caso del escritor iceberg, y además Pessoa, llegado a un cierto
punto de su vida, sin un posible retroceso, tuvo que decidir si
corregir y ordenar lo ya escrito o lanzarse a tumba abierta y, acaso
desesperado y vencido, cuando ya no le quedaba mucho tiempo de vida,
eligió la segunda opción.
El
suyo, con todo, es un caso excepcionalmente raro, pero la literatura
está llena precisamente de casos raros, e incluso parece que la
rareza, a la que solemos llamar por estos pagos originalidad,
suele ser un don precioso, si bien el exclusivo y a veces gratuito
culto a la originalidad encierra tantos peligros como las
selvas de Salgari, Kipling o Quiroga. Cuando la originalidad es
sincera y nace de lo más adentro está muy, pero que muy bien, pues
aporta frescura y desoye el polvoriento corsé del orden, que
suele ser la carcoma del arte, si no su freno, pero cuando la
originalidad es meramente epidérmica o casual, cuando no sale de las
tripas y más bien se debe a una perentoria necesidad de llamar la
atención, suele acabar en la mera ocurrencia y, cuidado, el
campo de la ocurrencia sin más le estará vedado a un artista
comprometido con su arte. Para que una ocurrencia dé el pego ha de
ser corregida hasta dejarla en los huesos y luego volverla a armar,
limando sus asperezas, quitando aquí y sumando allá, hasta hacerla
irreconocible. Una ocurrencia tiene al menos que pasar el proceso que
Karl Popper define para la ciencia. Es necesario falsar las
ocurrencias, someterlas a un severo escrutinio, a preguntas y a
respuestas y sólo si pasa el examen, la ocurrencia, que
evidentemente ya no lo es, se convertirá en material literario.
Huyan tanto de las ocurrencias como del café con cianuro, de las
gráciles medusas o de gente como Medea, Ricardo III o de los
miembros del jurado del Nadal. Un poeta no es nunca un ocurrente,
alguien que se queda en la mera ocurrencia, sino un artífice,
alguien que hurga en lo desconocido, alguien que se enfrenta al
límite, alguien que rastrea en la luz o en la oscuridad, alguien que
se zambulle con una lupa en su propia piscina.
Con
el instrumental descrito y con una ventana abierta hacia afuera o
hacia adentro, bastaría para enfrentarnos -si enfrentarnos, por
qué no- a la escritura. La ventana es imprescindible, porque la
ventana es una flecha que nos precipita hacia los demás y es un
hueco que nos vacía de nosotros mismos, según su orientación. Sin
una ventana, lo admito, es muy difícil escribir.
Porque la ventana, ya sea hacia adentro o hacia afuera, es lo que
confiere sentido a la escritura, su horizonte, su hábitat. Podremos
llamar a esa ventana, la mirada, pero el concepto sería el mismo.
Tenemos que escribir algo, acerca de algo, pues es imposible escribir
en la nada, desde la nada. Podremos, eso sí, lanzarnos a la
búsqueda, sin saber con exactitud hacia dónde nos dirigimos y eso
suele dar buenos resultados, pues vayamos donde vayamos siempre lo
haremos hacia territorios y horizontes donde algo nos interpela.
Bastaría con dejarnos fluir, con dejarnos abrazar por la escritura,
sea cual sea su resultado. Incluso podría servirnos de terapia. Se
trataría de salir del laberinto de nosotros mismos o penetrar en el
laberinto exterior. Pero, claro, es necesario apechar con sus
posibles consecuencias y no hacernos trampas en el solitario. En el
fondo el escritor no escribe de lo que desea
escribir, sino de lo que puede escribir, o
de lo que tiene que escribir. La escritura se convierte en
este sentido en un mecanismo boomerang. Vuelvo a la ventana:
Ha habido discursos literarios rupturistas, los ha habido que niegan
esto o lo otro o lo de más allá, pero todos tienen una ventana a la
que mirar, un horizonte, interior o exterior, al que recurrir. El
horizonte es importante, pues es el lugar hacia el cual se
dirige la mirada, la línea que esa mirada enfoca y penetra. Sin un
preciso horizonte se hace muy, pero que muy difícil escribir. Pero
lo único que podemos afirmar de un horizonte es que jamás es
definitivo. Después de una cordillera siempre viene otra y después
de una línea de mar otra viene, pero se trata de eso, de seguir la
llamada de eso tan huidero como es el horizonte.
No
hace falta mucho para escribir, sino ponerse a ello. No hay ningún
ser humano que no tenga algo que decir o que revelar. Cada
persona, decía Arendt, es insustituible y el verdadero horror es
sumirse, esconderse en la gregariedad, la excesiva imitación de
elementos impuestos, la dejación de uno mismo y las convicciones
personales por ganarse una vida placentera y tomar un puesto en la
manada, la banalidad en suma. Toda existencia está llena de
conflictos, rupturas, traiciones a uno mismo y a los demás, gozos,
dudas, compromisos, grandezas y miserias y ésa es la cantera del
escritor. El trabajo de escritor se parece
mucho al de minero. Miren, antes de extraer un sólo gramo de plata,
el minero ha de cavar y cavar toneladas enteras de tierra. El
escritor antes de sacar un gramo de literatura también ha de mover
toneladas de tierra. Días, meses, años, arramblando palabras,
emborronando papeles, dando de comer a las papeleras. Que
extraiga mármol o arcilla, que cargue sus barcos con plata o con
tierra de cabezos es quizás cosa que tendrá que ver con el oficio
tanto como con el mundo interior. Porque el oficio consiste en acabar
discerniendo entre plata y tierra o cómo extraer plata de lo que
parece simple tierra. Mil palabras pueden contener todo el plomo del
mundo, pero quince o veinte bien halladas y pulidas pueden esconder
una pepita de oro. Cargar un barco con plata o con tierra no puede
ser lo mismo. Y lo que en este oficio suele convertir la tierra en
plata, amigos míos, no es otra cosa que la palabra, la lengua, la
tradición, la capacidad de enfrentarse a unas y conversar con las
otras.
Empecemos
por la palabra. El minero escritor ha de conocer bien las
palabras, tiene que conocer su peso, su timbre, su precisión, su
tempo y su cochura. Por dónde parten, por dónde sueldan. El
verdadero escritor ha de aprender cómo engranarlas, cómo
doblegarlas, cómo adelgazarlas, cómo sublimarlas, cómo llevarlas
al punto de ebullición, cómo transformarlas, cómo utilizarlas de
sillares para levantar un magnífico lienzo, cómo omitirlas, cómo
darles sentidos equívocos, cómo conferirles respiración o cómo
vomitarlas, pues será a través de ellas como construirá su mundo.
No hay palabras buenas o palabras malas, palabras pobres o
palabras ricas, palabras chuscas o palabras solemnes, siempre que
pertenezcan al escritor y a su mundo. A veces en mis novelas
utilizo palabras vernáculas. Son siempre palabras que conozco, que
he asimilado, que he utilizado alguna vez en mi vida y que conviven
conmigo. No veo a los hombres de mi tierra diciendo acequia,
cuando ya tienen la palabra lieva, ni la palabra azada
cuando ya tienen la palabra sacho. A mi padre, que era
agricultor, jamás le escuché la palabra azada. Siempre dijo
sacho y cuando pongo a hablar a gente de mi comarca la palabra
que utilizo es sacho. Éste es sólo un ejemplo. Sería
desastroso escribir provisto de un diccionario, porque muchas de las
palabras que extraería de él no serían mías y por tanto se
comportarían como elementos extraños al texto, y aunque esto os
parezca poco plausible, esta impostura se advierte como se advierte
un ladrillo en una pared de mampuesto o como con una simple ojeada el
que sabe discierne entre el diamante y el metacrilato. El escritor se
nutre de palabras. Mientras más palabras tenga en su mochila, mejor.
También por esto el escritor ha de leer y también
escuchar a los hablantes: para así aumentar su acerbo
lingüístico, haciéndolo más rico, más maleable, más natural.
Pavese solía hacer largos listados de sinónimos para poder trabajar
con ellos cuando lo necesitara y solía escuchar a los campesinos de
la Langa para así hacerse con las variantes lingüísticas de la
región de su infancia.
Un
escritor es un músico y si oís un poema o un relato, veréis
que hay algo regular en su fraseo, una música, una suerte de
proporción, de compás, de equilibrio que va urdiendo las frases, y
que como lector te va conduciendo a través del párrafo o del poema.
Una frase se construye como un paseo marítimo al
anochecer: cada setenta metros una farola, una luz, cada 250 un
quiosco, un paso de cebra, cada 500 una fuente. Todo en el párrafo
-en la frase- ha de ser armónico y se ha de relacionar armónicamente
con las demás, cada palabra ha de tener su respiración, su tenor,
su sitio. Y esto hay que aprenderlo exclusivamente de los maestros de
nuestro idioma, después de leer páginas y páginas porque es aquí
donde las traducciones pueden tergiversar el swim de cada escritor.
No es necesario colgarse un metro de costura al cuello cuando
escribimos. Puede hacerse y hay gente que lo hace y lo hace muy bien,
pero no es necesario.
El
escritor es esclavo de su lengua
y ha de conocerla con la mayor exactitud
y ha de investigar en ella.
Parafraseando a
Pessoa "la lengua es la patria del escritor". Conocer su
lengua es obligación de
todo escritor, como es
obligación de un mecánico de
coches conocer las piezas
de un coche, sus variantes y su
funcionamiento. Y cuando digo conocer
la lengua quiero referirme
no sólo a su
parte teórica,
sino también a su
uso, a
su oralidad. Así como el buen
pintor ha de
conocer las texturas de cada pigmento, el
escritor habrá
de estar familiarizado con
las texturas de su lengua. No es esto algo
que se estudie en los libros,
sino que es un arte, por así decir, que se
va adquiriendo poco a poco, a medida que
uno se interesa
por la palabra. A veces ese conocimiento lo
hace por contraste con otras lenguas. Yo confieso que la traducción
y el conocimiento de otras lenguas me
sirve para ahondar
más exactamente en los
mecanismos, en la
grandeza y en los
puntos muertos de mi lengua. Pongo
algunos
ejemplos:
me sorprende mucho que ni el español ni el portugués tengan
un específico
pronombre
posesivo de tercera persona del plural, de forma que decimos esta
pelota es
de ellos o
suya,
cuando
todas las demás personas del
verbo poseen
su voz
específica.
Me sorprenden las dobles o terceras negaciones: no
vengo nunca, ni
vengo ni no vengo, nunca nadie
me dijo nada;
me encanta,
por ejemplo, la palabra lusa luar
que significa rayo o reflejo de luna, pero en español no tenemos una
palabra específica
para ese
concepto;
para designar el olor a tierra mojada de la lluvia, el español tiene
una palabra infame, petricor,
que ningún poeta se atreverá a colocar en un poema;
una palabra con
tanto flujo como
doquier
ha caído en la irrelevancia o sustituida por
la perífrasis por
todas partes
cuando en inglés existe el everywhere,
en italiano el
dovunque
o
el dapertutto,
o en francés
el partout.
Son
nimiedades, de acuerdo, pero sin poseer una conciencia orgánica de
la lengua, sin conocer algunas de sus limitaciones o grandezas es
difícil prosperar en la escritura. Concretamente
presto mucha atención al andaluz, porque me
resulta un
lenguaje más vivo, intuitivo, preciso y plástico que el castellano
septentrional.
Una frase como "vengo muertecito vivo", me vuelve
literalmente loco por cómo se cruzan términos antagónicos para
reforzarse, y cómo el diminutivo se convierte por la gracia del
lenguaje andaluz en aumentativo, de modo que decir que vengo
"muertecito vivo",
o "estoy
loquito perdío",
más allá de
ser intraducibles,
son
disparates
lingüísticos
que a mí
me encantan.
O el valor de
la redundancia para expresar graduación: el tipo estaba loco loco,
¿el coche iba ligero ligero
o iba
despacito
despacito?
O el famoso
noniná,
esa expresión maravillosa que desafía toda lógica gramatical
y en eso
consiste su intraducible
belleza. O
el también
intraducible noysí
utilizado en mi comarca para expresar un no categórico. ¿Cómo
carajo una lengua llega al noniná o al noysí? ¿Por qué triunfaron
tales expresiones? ¿Por qué se han quedado? Conocer
y querer la
lengua es prestar atención a éstas
supuestas banalidades.
Conocer bien nuestro
instrumental lingüístico no es cuestión
de un día ni de dos, pero viene a ser como conocer la paleta
cromática para un pintor o las
interacciones de las piezas mecánicas para un mecánico.
Puedes pintar cuadros sin conocer cómo
se relacionan los
colores entre sí,
de acuerdo, pero
sin ese conocimiento esas obras
tal vez carezcan
de armonía y de
contrapeso y ante ellos
sentiremos que algo no va. Se
puede escribir con relativamente pocas palabras.
Antonio Machado
y San Juan de la Cruz son
acaso los poetas con las
paletas
lingüísticas
más pobres del
castellano y sin embargo ambos dos son,
tal vez junto a Lorca, los más altos poetas de la lengua. El propio
Rulfo es
un narrador sobrio con una muy limitada tabla semántica,
pues no emplea,
como Machado, más
que un puñado de palabras gastadas y sin embargo su cortísima obra
es una cima de nuestra lengua. Rulfo, prestad atención a esto, no
utilizó en su obra más palabras que las
que utiliza un campesino analfabeto
de Jalisco,
su tierra, pero cada palabra tiene el peso de una piedra y
a la vez el vuelo de un totochilo,
"esos pájaros
colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amoles".
Pero,
cuidado, con
esas pocas palabras construye un universo.
¡Y qué universo!
La
tradición también es algo en lo que el escritor ha de escarbar
y tomar partido, hasta hacerla suya. Existe un acerbo lingüístico,
un universo temático o genérico, un gusto por determinados caminos
de la escritura, una manera de resolver situaciones, unas hechuras,
una mirada al mundo, una relación con el lenguaje, tradiciones en
suma. Unos hacen novela histórica, otros poesía de la conciencia,
thrillers, realismo mágico, metapoesía, suspense, expresionismo,
picaresca, esperpento, noir, neobarroquismo, novela crítica, novela
romántica, neorrealismo, psicologismo, historicismo..., el listado
es tan largo como presumible, pero lo único cierto es que el
escritor que quiera trabajar en alguna de estas canteras, ha de
conocerlas bien, desde dentro, desde la lectura, desde el
conocimiento profundo de sus fuentes y de sus expresiones. La
tradición son las referencias, el adn, la larga cadena que lo une a
otras formas de escritura. La tradición es el entramado
óseo que sostiene la obra del escritor. Uno es parte de
una carrera de relevos y ha de saber de quién tomar el testigo o al
menos cuál es tu equipo. Naturalmente podrá combinar dos o más
tradiciones pero sólo, y subrayo el adverbio, sólo desde el cabal
conocimiento de ellas. Aquí es de capital importancia la lectura.
Cada fórmula tiene unas reglas no escritas, intuitivas que sólo se
conocen mediante su frecuentación y su reflexión.
La
escritura habla de nosotros, de nuestro mundo, de nuestros intereses,
de nuestra tradición, de nuestros anhelos. La condición humana, la
naturaleza, el tiempo y su paso, la historia. Al escritor le basta
consigo mismo para describir el mundo. Dentro de él está todo.
Todo cuanto él conoce, que es tanto como decir tanto sobre lo que
puede escribir. Sus experiencias, sus fobias o sus anhelos son
equiparables al del resto de los mortales, pero él, embaucador al
fin, los hace suyos, él escarba en ellos, él nos los presenta como
algo nuevo. El dolor, como sugería Shakesperare iguala a los
hombres, y así el amor, la esperanza, la duda, los miedos, etc...
Todo cuanto tengamos que decir ya está en nuestra cabeza. Por
fortuna no es necesario pagarse un vuelo a Nairobi o Nueva Zelanda
para recrear en tu imaginación una calle de Nairobi o Nueva Zelanda
donde el personaje recibe por vez primera un beso o un disparo en el
pecho, pues todos los primeros besos y todos los disparos en el pecho
nos siguen ocurriendo aquí y ahora, una y otra vez, y Nairobi no
deja de ser un raro decorado secundario en mitad de la plenitud del
beso o del disparo; no hay que haber conocido la Roma de los césares
para echar a andar a un personaje por esas calles oscuras y
salitrosas donde es raro que no nos conmueva el olor nauseabundo de
la muerte. Sí, nosotros, cada hombre lleva todo el mundo y toda la
historia del hombre encima. Nacemos con eso como nacemos con una piel
sonrosada u oscura. Somos parte de algo muy anterior a nosotros, algo
que va a condicionar nuestras vidas, pues nos servirá de carril por
el que caminar. Hay, sí, que haber ahondado en uno mismo, hay, sí,
que haber dejado atrás los convencionalismos y estar dispuesto a
echarse al camino (al horizonte), aceptando que podrás darte de
bruces con una pacífica jirafa o con un león embravecido y que tu
oficio es salir bien parado del encuentro. La coartada que elijas es
lo de menos. Hay quienes escriben por vocación y eso está bien, hay
quienes lo hacen por necesidad y eso está bien, hay quienes lo hacen
por entretenerse y eso está bien, hay quienes lo hacen en defensa
propia y eso está bien, hay quienes lo hacen para deslumbrar a su
vecina y eso está bien, hay quienes lo hacen por fastidiar y eso
está bien, hay quienes lo hacen por profesión y eso está bien, hay
quienes lo hacen por curarse y eso está bien, hay quienes lo hacen
para disculparse y eso está bien, porque no importa desde dónde
partamos, sino cuál sea nuestro viaje. Y como pretendía Kavafis
hablando de Ulises lo importante acaso sea el viaje y no su fin.
La
escritura es forma. Hablaba Borges de que no había más de 5
argumentos para una novela. Me parecen muchos. Lo importante
no es lo que escribamos, sino cómo lo hagamos. En cada
momento de la historia hay argumentos recurrentes. Antes de ayer se
hablaba del honor, ayer se habló de la condición social, hace un
rato de la libertad, hoy del feminismo, mañana de multiculturalismo,
pasado mañana sobre la invasión de los selenitas, ayer prevalecía
la novela social, esta mañana la erótica, a mediodía la histórica,
el thriller, pero sólo las buenas novelas, las realmente buenas, las
que estén bien escritas formarán parte de nuestro acerbo. No por
hablar de un tema de prestigio o de moda tu obra será buena. No.
Importa la forma, el cómo esté contada la historia, el cómo
fluya el poema, el cómo el autor haya contado su historia. Hay muy
pocas novelas que superen la descripción del mundo femenino como La
plaça del diamant y esto ocurre sencillamente por el brutal
aunque contenido análisis que su autora hace sobre el mundo femenino
en una época aciaga para la mujer. Merçé Rodoreda logra en esa
novelita de no demasiadas páginas hacernos ver con toda su acritud y
toda su humildad el universo femenino en una época concreta. Lo que
salva a la novela no es lo femenino, sino la manera de estar contada
esa historia. La idea del Dios católico subyace en el meollo de
todas las catedrales, pero hay que reconocer que hay catedrales y
catedrales. Pues igual pasa con la escritura.
La
escritura es la descripción de un viaje, ya sea hacia adentro,
hacia afuera, o hacia donde nos dé la gana. Partimos de algo para
llegar hasta un otro algo. Una novela o un poema no
es más que algo que empieza de una forma y acaba de otra. El poeta
no describe una flor, pues eso lo haría mucho mejor el botánico. El
poeta no describe la flor sino que nos hace verla, sentirla,
pensarla, incorporarla a nosotros. Nos la revela, en suma. Transforma
la flor en otra cosa, en algo que sin dejar de ser flor, ya es otra
cosa y nos pertenece, nos habla, nos abre la espita de la memoria,
nos convoca, nos conmueve. Si el poema no es capaz de abrir esos
cauces, si no es capaz de revelarnos algo o emocionarnos con algo, si
el poema no nos interpela, si no nos pregunta o no nos inquieta, el
poema no ha cumplido su función y se convierte en un acto fallido,
en un artefacto mal trazado, como el reloj que atrasa
sistemáticamente o un puente varado en mitad de un río. Los
personajes de una novela comenzarán un camino que los transformará,
pues en caso de no hacerlo, la experiencia será nula, no habrá nada
que contar, no habrá novela y si no hay nada que contar, si lo que
contamos es tan irrelevante que ni siquiera parece concernir a los
personajes, qué podrá decirnos a nosotros o a nuestros lectores. Es
indispensable que una novela o un poema proponga algo y lo
desarrolle. Y esto vale, naturalmente, igual para una novela de
suspense (donde un suceso habrá de ser desvelado a través de un
viaje que se inicia en la ignorancia, para acabar en el
conocimiento), que para una novela psicológica donde un suceso hace
que el personaje entre en una dimensión desconocida de sí mismo y
avance sobre ella, o en la novela histórica donde el personaje se
siente espoleado y transformado por los acontecimientos que le toca
vivir o los propicia. Ha de quedar claro que la novela debe partir de
un lugar para arribar a otro. Los personajes que comienzan la novela
no son ni pueden ser (o parecer) los mismos que asisten a su final.
Una búsqueda, una muerte, una desilusión, una salvación, una
renuncia, una toma de conciencia, una culpa, una condena, una
derrota, una revelación, los espera entre sus páginas y ellos son
los primeros sacudidos. De no ser así, qué lector se tomaría el
trabajo de seguir el curso de algo que no tiene curso, que no conduce
a nada, que ni siquiera ha hecho cambiar a sus protagonistas. Una
novela no es más que un billete a alguna parte. La escritura es,
pues, transformación. Proceso. Viaje. El escritor es un viajero
que viaja sobre el grafito de su lápiz o desde las teclas de su
ordenador buscando un rastro, no pocas veces su propio rastro.
Escribir
es un oficio y como tal hay que tomárselo y hay que vivirlo. Uno lo
tiene que aprender de otros, al menos hasta que las manos
estén encallecidas de pasar páginas y leer en los demás y
conocer el alma humana, e intuir nuestras limitaciones, y no
desconocer nuestras esperanzas. Leer, no hay más camino que ése,
hasta ir discerniendo entre el ruido, los sonidos verdaderos de los
enlatados. Hay que saber cómo los demás han afrontado el hecho y el
oficio, qué nos han dejado, cuáles fueron sus carencias, cuáles
sus miserias y cuáles sus grandezas. Saber qué han visto otros es
haber estado allí, es haber experimentado o al menos contemplado la
visión. Pero es que, además, tengo la casi certeza de que todos los
escritores verdaderos son gente curiosa, buscadores de perlas,
inconformistas que necesitan explorar en sus suelos más profundos,
que desean observar cómo antes otros afrontaron su vida y su
escritura. Es hermoso escuchar a los pintores hablar de la pincelada
de tal pintor, de cómo aplica determinadas técnicas, de la
predilección por determinados pigmentos, de cómo prepara los
lienzos, la pared del fresco, o el papel de grabado, de cómo es su
cocina. Los escritores también tenemos cocina. De unos nos
interesan el fraseo, de otros la estructura, la temperatura, en otros
la adjetivación o las descripciones, unos destacan por la
construcción de sus personajes, otros por el manejo del diálogo,
por el tempo, de unos nos interesa cómo construyen la frase, de
otros su falta de solemnidad, la fuerza, la ligereza, la mirada, su
compromiso, su sagacidad, su audacia. No es lo mismo Carroll que
Celine, como no es lo mismo Lezama Lima que Rulfo. Al conjunto de
rasgos que informan de un escritor solemos llamarlo taller.
Crear nuestro propio taller es importante. Leer a los demás
es leer en uno mismo. Observar cómo alguien afronta la escritura del
amor, del deseo, de la frustración, de la derrota, del poder, del
compromiso, de la euforia, del misticismo, del dolor, de la aventura
de la vida, de la prisión, de la oscuridad, de la esperanza, de la
fatalidad, de la frustración, de la desgracia o de la dicha, nos
descubre, aunque sólo sea por contraste cómo lo hubiéramos
afrontado nosotros. El escritor no puede prescindir de la experiencia
ajena, como no puede prescindir de la estrategia con que se enfrenta
a cualquiera de esos estados de la vida. Un escritor es un
observador, un cotilla, un oidor, un curioso. Y, por sobre todas las
cosas, un lector. Un escritor que no leyera tendría el mismo
éxito como escritor como el natural de una aldea de Guinea Papúa
que pretendiera inventar un tractor sin conocer la existencia de la
rueda o las leyes de la termodinámica. Un escritor no podrá
construir artilugios sin saber cómo los hacen quienes les
precedieron o incluso cómo lo hacen sus contemporáneos. Esto parece
algo de perogrullo pero cuántas veces nos encontramos con jóvenes
escritores que afirman no leer para así evitar que sus lecturas les
influyan. Imaginen ustedes que nos negáramos a comer para así no
dejar entrar en nuestro organismo ninguna partícula nociva venida
del exterior. Y si sin comer es imposible vivir, lo siento, sin
leer no es posible la escritura, aunque también es cierto que no
está escrito en ninguna parte que sea imprescindible escribir.
Otro
aspecto de la escritura que de ningún modo quisiera soslayar es el
de la responsabilidad del escritor con su tiempo y con su
espacio. Sé que hay escritores que no quieren saber nada de
compromisos. Esos escritores francamente no me interesan, no están
en mi tradición, por así decir. El solipsismo no me interesa.
Vivimos dentro de una inmensa naranja y todos viajamos con ella.
Sobre esa naranja se van produciendo hechos lo queramos o no. La
indiferencia ante esos hechos no es posible. O sí, pero la
indiferencia ya es una actitud, una manera de posicionarse frente a
los hechos. Ningún escritor nace exclusivamente de sí mismo.
Necesita de los demás. Y necesita de los demás no sólo para
aprender, sino para que su obra tenga una posibilidad de ser recibida
y discutida. Publicar no significa otra cosa que convertir mediante
la imprenta en público lo que antes permanecía en el ámbito de
lo privado. Publicar por tanto implica una responsabilidad, una
tentativa de comunión y de diálogo con el
otro y con los otros. Cada escritor elegirá qué tipo de
compromiso y qué tipo de ligazón lo unirá con su tiempo y con su
espacio. Pasar de puntillas no es posible. No se trata de influir o
de pretender convertirse en una suerte de Norte social, de sacerdote
de la comunidad, pero sí tratar de penetrar en los conflictos,
contradicciones, perspectivas y pálpitos de su tiempo. El escritor
se convierte sin quererlo en una veleta que registra los cambios
de viento, las precipitaciones, las borrascas, los seísmos. No es
posible escribir sin proponer algo, escondiéndose tras las cortinas,
haciéndose el invisible, tratando de agradar a todos. El escritor
ha de formarse una teoría del mundo, una teoría del hombre, una
teoría del tiempo y en la medida que esas teorías sean más o menos
certeras, más o menos sinceras y más o menos plausibles podrán
servir a los demás, podrán proponer nuevas visiones o nuevas
respuestas. Un escritor sin mundo, que no se lleve al mundo con él
mientras escribe, es en esencia un escritor muerto, un escritor sin
programa, un escritor sin preguntas, un escritor sin respuestas y
todo podremos perdonárselo a un escritor, salvo que no nos provea de
preguntas, que su escritura no proponga nada, que no se rebele ante
anda. Desconfíen ustedes de la literatura y del literato que rehuye
la pelea, que se esconde, que no transpira, que no responde a los
retos de su tiempo y de su espacio.
La
escritura es generalmente un oficio mal pagado, difícil, de
feroz y a veces espúrea competencia y al que generalmente tenemos
que ayudar con segundos oficios o pasarlo de todos los colores. El
alejandrino Páladas escribió esta frase que siempre ha regido mi
escritura: "Para que Paris siguiera raptando a su Helena, yo me
hice mendigo". Alguien como Pessoa publicó en vida muy poco y
en lo poco que publicó hubo de pedir ayuda a los amigos o pagárselo
de su propio bolsillo. Lorca no comenzó a vivir de su oficio hasta 6
años antes de su muerte y eso que Lorca es un caso extraño de
pronta victoria en la literatura. Es una lástima que tanta victoria
no fuese entendida por la ferocidad de los demás. Sus primeros
libros hubieron de ser sufragados por sus padres. Lo mismo vale decir
de JRJ, cuyos primeros 20 poemarios fueron pagados por él mismo. Esa
y no otra es la razón por la que llegó a saber tanto de tipografía.
Los novelistas parecen hechos de otra pasta pero su situación ha
sido y es similar. Vemos a unos cuantos rostros televisivos a quienes
parece les va muy bien, pero no nos equivoquemos, son una muy pequeña
minoría y esa minoría por lo general viene de otras guerras: suelen
ser periodistas para medios importantes, tertulianos, famosetes del
tres al cuarto o asimilados. Pérez Reverte fue un reportero de
guerra de la tele cuando sólo existía una sola cadena televisiva y
muchos de los últimos Premios Planeta son personas que vienen del
mundo del periodismo de alto vuelo, del mundo del espectáculo o son
simples rostros de la tv. No pretendemos desde aquí echar por tierra
este divino oficio, pero no se dejen ustedes encandilar por el oropel
y la fanfarria. Este es un oficio generalmente de derrotados a
quienes luego, pasado el tiempo, hay que rescatar de los escombros,
de las escombreras, de los socavones. Ignoro por qué nos conmueve
más la derrota que la victoria. Las primeras ediciones de los
grandes libros suelen ser caras: la razón siempre es la misma, se
imprimieron muy muy pocos ejemplares. Y porque de la derrota y del
derrotado suele salir mucho mejor literatura, pero es este un hecho
tan incontrovertible por ahora como que la Tierra es redonda.
Aunque
algunos se empeñen, no hay manera de saber si un libro tendrá éxito
o no, si venderá ejemplares o no, salvo que narre un chismorreo
psicalíptico sobre un futbolista o un rey. Así quizás, y sólo
quizás, sí. Podrías escribir como el culo o que tu negro escriba
como el culo pero entonces probablemente sí, entonces venderás por
encima de los mil ejemplares. No pienses mucho más allá de esa
vertiginosa cifra. Los escritores debiéramos desaprender a contar
más allá de 200, pues eso nos evitaría muchos malentendidos con
los demás y con nosotros mismos. Para un editor acertar con un best
seller es tan probable como acertar en la quiniela. Nadie puede
explicar porqué Tiempo entre costuras, Patria o Soldados
de Salamina superaron las 50 ediciones. El que sean libros
pésimos no basta para explicarlo todo. Ni los más bravos editores,
acaso los más interesados en el asunto, logran dar con la tecla. A
veces leo en algún anuncio a un tipo que dice tener la fórmula
infalible para escribir un best seller, pero luego busco en google
los libros de quien paga el anuncio y tampoco ellos han logrado dar
con ese best seller prometido o quizás, no quiero ser demasiado
severo con ellos, se conforman con señalar el camino, pues los
iluminados aparte de raros, suelen ser desprendidos. Quizás no hayan
escrito ese libro para no apabullar a los mortales o para dejar hueco
a los demás mindundis que andamos por estos andurriales y que
necesitamos apuntarnos a sus cursos. Es un gesto de agradecer, pero
yo, que soy malicioso por naturaleza, intuyo que el no acertar ni una
se debe a la cantidad de variables que han de darse con un libro no
para que sea bueno, que también, sino para que simplemente se venda.
Y esas variables son tan infinitas que ni siquiera Dios o estos
señores tan señoreados han dado aún con la tecla. En todo caso el
oficio de escritor no acaba cuando pone la palabra fin a su última
corrección o galerada. El escritor ha de acompañar al libro, ha de
difundirlo, ha de conseguir que lo lea el mayor número de lectores.
Los primeros libros de un autor apenas se venden, pero puede que lo
lea alguien que pueda leerlo y proyectarlo. Publicar tiene mucho de
echar una mensaje en una botella al mar. Probablemente la botella
acabe rompiéndose contra un acantilado o enterrada en la arena,
pero, bueno, han ocurrido milagros.
Digámoslo
en plata: en literatura hay mucha más cochambre que
lentejuelas. Si usted pretende ser novelista de oropel, mi
consejo es que abandone a todo correr esta sala, que se compre una
camarita y un micrófono, que se monte un estudio de you tuber, que
haga un reportaje degollando literalmente a su abuela, consiga que un
perro cante por bulerías o que un choco atraviese en actitud marcial
un semáforo, provoque a su vecino con un bate de béisbol, pásele
un porro al rey de Inglaterra, pinte de azul el puente de San
Francisco y convenza a sus vecinas para que se tiren a una charca
inmunda, y grábelo, grábelo todo. En fin, haga lo que tenga que
hacer, y una vez labrada cierta notoriedad y ganada una pasta,
contrate a un negro -aquí le dejo mis honorarios- para que le
escriba su primer best seller o lo que sea. Este es mi principal
consejo para que la inversión en este curso le resulte altamente
rentable. No sólo se ahorrará tiempo y desdichas, sino también
pasta, pues no tendrá que comprar cantidades ingentes de libros (que
además tendrá que leer y entender y almacenar bajo las camas, vaya
quilombo), no tendrá que mendigarle a ningún amigo que lea sus
textos, no tendrá que agarrar por los mismísimos a sus familiares,
amigos y compas de currelo para que acudan a su primera presentación
(a la segunda no irá nadie, ya se lo aseguro) y por supuesto no
tendrá que soportar la pedantería casi segura de los críticos y de
sus editores, todos los cuales le hablarán de Lacan, de Gombrowitz,
de Pessoa o de Proust, con quienes ha de familiarizarte enseguida no
vaya a pasar por un dominguero con su cestita de setas recién
comprada en el Corte-Inglés. Y eso, compadre, es lo último.
Por
supuesto si quiere ser escritor, digo escritor, escritor de verdad,
haga la prueba de fuego y acuda puntualmente a las ferias del libro
para ver colas de youtubers, toreros y demás botox televisivos, ésas
que le dan siete vueltas al recinto mientras usted, escritor de
oficio, permanece ocioso con su flamante pluma de 50 euros defendido
del ridículo sólo por una pila de libros y el techo de una caseta,
fortaleciendo su espíritu y controlando su perplejidad, mientras
medita sobre la existencia y cavila sobre las naturalezas de
Raskolnikov, del Dr Jekill y Mr Hyde, de Enma Bovary, de Ana Ozores,
de Ignatius Reilly o de Remedios la Bella, pero a sabiendas de que
mañana seguirá escribiendo porque no puede dejar de hacerlo, porque
se seguirá sintiendo atado a esa rueda que la tan lisonjera como
cabrona fortuna ató a su cuello, y todo, todo esto se lo dice un
tipo como yo, que dedica sus pulmones a este sagrado oficio, y que
para ir a una feria del libro debe pagarse el transporte, el menú
barato, el hotelito y las copas, para acabar firmando uno o dos
ejemplares a un amigo trasnochado que no ha encontrado excusas para
rechazar su invitación o, peor aún, al colega que ha reconocido
cuando pasaba casi suprepticiamente junto al stand, para hacerlo caer
en su red, como una vulgar viuda negra, y el pobre no ha tenido la
crueldad o la displicencia de no adquirir un ejemplarcito firmado por
usted, un ejemplarcito que alguien pisoteará esta misma noche junto
al contenedor de su barrio, sin que nadie haya leído la dedicatoria
o el título, naturalmente. Pero si usted ha optado por no salir de
esta sala y apechugar con lo que le cuento, le auguro al cabo de
innumerables fracasos la consideración de un centenar de personas
(con suerte dos centenares) y vivirá una incierta aunque náufraga
posteridad. Aun así, hay gentes que incluso estando las cosas como
están, ponen todo su afán y todo su ser en la escritura porque
estoy convencido de que no hay derrota que no alumbre una pírrica
victoria, y porque uno puede vivir sin dinero, uno puede vivir sin
coche, sin una casa confortable, uno puede vivir en la pura
incertidumbre, pero a cambio llevará consigo la pasión y es la
pasión, que no otras zaramanguayas, lo que nos hace la vida
soportable. O como diría Pessoa a través de Reis:
Para
ser grande, sé entero: nada
tuyo
exagera o excluye.
Sé
todo en cada cosa. Pon cuanto eres
en
lo mínimo que hagas.
Así
en cada lago toda la luna
brilla,
porque alta vive.