CONSPIRACIONES

Es domingo. Desde donde escribo no se escucha ni un alma. El pueblo parece adormecido entre los castaños. Ayer los zagales fueron a las fiestas de Galaroza y eso se nota. Ni el rugido de un motor. Sofía me manda una hermosa foto de la carretera de Fuenteheridos y quedan medio entreverados en la memoria algunos retazos de la noche de ayer, con Ignacio, que me pasó su Elogio de Bruselas, un libro delicioso, irónico, documentado, que hace de la antipática Bruselas, un lugar propenso a la nostalgia e incluso a la conspiración. Está editado por Carena. Hablamos de muchas cosas, pero también de la edición, de esa realidad que nos dice que no saldremos de la crisis por la misma puerta por la que entramos, que cuando todo este mal sueño acabe, habremos de diseñar una nueva manera de entender el mundo en todas y cada una de sus facetas. O quizás debiéramos hacerlo ya, antes de que sea demasiado tarde y el rodillo del marcado nos desangre a todos. El jacobino (y conspirador) Paco Huelva en sus artículos dominicales incide una y otra vez sobre el asunto. Nos estamos jugando mucho. Entre otras, el porvenir de nuestros hijos.




ESBIRROS
El hombre que cada noche duerme en el portal, hoy lo he sabido, no es más que un contratado del ayuntamiento. Rodeado de cartones, de un escobón, de un carrito construido a base de despojos y apestando como una bodega, ese tipo no es más que un maldito contratado gracias a las oscuras ordenanzas municipales. ¿Merezco algo así? ¿Por qué nos trata como a imbéciles el ayuntamiento? ¿Creían que no me iba a acabar enterando? Todo, todo encaja. A mí no me la dan. Puedo parecer estúpido, pero a mí no me la dan. El ayuntamiento contrata a esos tipos para que sepamos qué es lo que nos ocurriría de no levantarnos cuando es todavía de noche, de no coger el metro cada mañana y de no volver ya oscurecido al lugar donde nos está esperando el hombre que apesta como una bodega, fiel esbirro, ya digo, del ayuntamiento. Entonces, sorteamos como podemos al tipejo, esperamos el ascensor, llegamos derrumbados a casa, besamos a la niña que está haciendo los deberes en su cuarto, ponemos el despertador a las seis y media y comenzamos a soñar en el adosado ese de la zona residencial, donde no dejan entrar a nadie, y mucho menos a los esbirros del ayuntamiento.





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