CONTRATO

Una simple anotación. Por este blog se acercan gentes de al manos tres continentes (y no sólo habitantes de este continente incontinente llamado España). Digo esto porque a veces siento que al escribir sobre la realidad española, estoy dando de lado a esos otros amigos que se acercan por estas páginas a ver quién sabe qué. Imagino que también lo hacen españoles de otras latitudes que andan montando una refinería en Ucrania, están tranquilamente de viaje por Amsterdam, sentados con sus cacharros ante la mesa de un coffee shop, o chicas que desde sus jardines californianos observan cómo muere la tarde, mientras un colibrí merodea por los alrededoresss. Cosas más raras veredes. Todo esto para decir que hoy comentaré el tema que durante estos días se está volviendo clamor en España, pero que supongo no es sólo moneda nacional, sino que se dará también en Ucrania o Neederlands. Me refiero, claro, al divorcio entre Estado y población, derivado de la corrupción política, que no sólo consiste en lo que es evidente (en el fraude de ciertos personajes a la comunidad en provecho propio o de partido), sino en la ruptura de una serie de claúsulas de confianza mutua entre individuo y Estado. Con la que está cayendo uno, lo admito, ha perdido toda confianza en eso que hasta anteayer llamábamos Estado.
Este ciudadano turco, que vemos quieto y de espaldas en la foto
 frente al monumento a Atartuk, fue el origen de las revueltas turcas.
Cuánto nos recuerda la actitud
de este individuo a aquella otra del estudiante
ante los tanques de Tiananmén.

 
El fenómeno, me temo, no sólo es nacional. Tras la primavera árabe, de Túnez, Egipto, Libia, Siria o Bahrein, desde las asonadas griegas hasta las algaradas del español 15 M, pasando por el Grândola vila morena lusitano o los virulentos brotes étnicos de Francia o Inglaterra, la cosa está que arde. Ya ven lo que ha sucedido durante estos últimos días en Turkía y la que se está viendo en Brasil durante la Copa Confederaciones. El mundo, cualquier país del mundo, está a pique de incendiarse por un quítame allá esas pajas. Cualquier menudencia se convierte en gasolina para una asonada popular de dimensiones desconocidas. Ya sea por el incremento del precio del transporte público, ya sea por el gasto en fastos futboleros o ya sea por la transformación de un parque público en una zona urbanizable, la calle está a la que salta. No se sabe dónde o por qué razón prenderá la siguiente chispa, pero el mundo parece al borde del incendio y la explosión. Si se ha armado semejante pifostio en la pacífica Brasil o en la apaciguada y occidentalizada Turkía, imagímenense la que puede montarse en los pueblos-polvorín del Sur de Europa. Pero no sólo ahí. Mañana los brotes incendiarios podrán declararse en Camberrra, Acca, Copenhague, Nairobi, Denver, Kiev, Bogotá o Varsovia. Qué es lo que está pasando, díos mío, para que todo esté tan manga por hombro A qué esta susceptibilidad social, a qué estos constantes sarpullidos, a qué esta imparable desafección de los ciudadanos con los poderes establecidos, a qué este ya ininterrumpido tour de force entre ciudadanos y poderes institucionales?
Uno siempre ha tenido la sensación de que la revolución francesa marca un momento crucial en este mundo nuestro. Lo que entonces sucedió fue sencillamente que la burguesía, alejada de las decisiones de poder, ninguneada, sometida al capricho de una nobleza cada vez más egotista y alejada de la realidad, acabó por plantarse y exigió un ejercicio de realidad a quienes les exprimían en la creencia de que sus privilegios y sus derechos venían directamente de dios y que, por tanto, estaban muy por encima de la plebe que los mantenía. Ante una población empobrecida, y, lo que es peor, completamente desesperada por su futuro, cierta clase social, en una ceguera de proporciones cósmicas, siguió bailando el minué y jugando a la gallina ciega por los jardines de palacio. Como si nada. Pero era cuestión de tiempo que todo eso se desplomara como se desplomó en su día el Coloso de Rodas. De un día para otro todo ese universo anduvo por los suelos y rodaron algunas de las empolvadas cabezas adictas a la gallina ciega.


Goya.
Comenzó así un mundo nuevo en el que Estado e individuo establecieron un pacto de mutua colaboración, de provecho mutuo, de responsabilidad mutua. Los intereses del individuo eran respetados por el Estado sencillametne porque los intereses del Estado eran pechados por el individuo y, siendo así, el individuo tenía ante sí la posiblidad de transformar el Estado. Los sistemas democráticos no fueron más que un pacto entre individuo y Estado, un contrato que beneficiaba a ambos. El ciudadano estaba dispuesto a hacer sacrificios personales siempre que el Estado le devolviera esos sacrificios en forma de confort, seguridad, educación, dignidad, cultura o salud. Y la mejor manera de sellar y administrar esa relación eran, claro, los derechos ciudadanos, entre los que se encontraba el voto individual y la equidad en los pechos y en las contraprestaciones. Así fue, desde este acuerdo social, como se decantaron  y dieron lo mejor de sí mismos los regímenes democráticos. Lo que se llamó (disculpen el pretérito) el Estado del Bienestar. La lógica democrática ha respondido siempre a esa tensión entre individuo y Estado, de forma que cuando el Estado se ocupó de sus ciudadanos, cuando consiguió que vivieran bajo un digno marco de protección -que sufragaban a escote ellos mismos, no hay que olvidarlo-, donde las condiciones sociales y culturales eran las dignas y las adecuadas, el Estado tuvo su razón de ser. El Estado funcionó como gestor y árbitro de quienes lo hacían posible y este matrimonio (este contrato) funcionó bien, relativamente bien, durante al menos un par de siglos.

Perseo, de Benvenuto Cellini
¿Pero funciona hoy igual de bien ese contrato? Esa es la gran pregunta. ¿Por qué, a cuento de qué la creciente y violenta desconfianza del ciudadano hacia el Estado? La respuesta es obvia y se encuentra en cada una de las reivindicaciones de los ciudadanos, ya sean en la de los pacificistas del 15M, o la de los indignados turcos o brasileños. A día de hoy se ha abierto una brecha entre el Estado y el individuo que amenaza más que cualquier brote islamista o nacionalista de antaño, los propios cimientos de una  sociedad globalizada como la nuestra. Sencillamente el Estado ha roto el contrato social que lo unía al individuo. El Estado nos está haciendo trampas en cuanto ciudadanos o contribuyentes del Estado. Ha confundido razón con propaganda, orden con represión. El Estado se ha vendido a los intereses de los grandes: aquellos, curiosamente, que no contribuyen con su esfuerzo al sostén del Estado. El Estado rinde vasallaje y protege de las tarascadas de los ciudadanos a los intereses económicos de las grandes corporaciones e intereses económicos, al que el Estado sirve de policía y de escudo, cuando no de vocero. El Estado ya no es árbitro de las relaciones sociales, pues hace la vista gorda ante un capital cada vez más dessocializado, incomprometido y globalizado, mientras exprime a los contribuyentes de a pie, sin ofercerle contraprestaciones. Ningún Estado puede apelar a la falta de rentabilidad de un servicio, para recortarlo o anularlo, porque en el Estado, tal cual lo conocíamos, no rige el concepto de rentabilidad, sino el de contraprestación. Los ciudadanos pagan ya previamente sus impuestos para que haya educación, salud y cultura, porque, que se sepa, ninguna de las tres es rentable per se. Un hospital o una escuela no es, que se sepa, una granja de pollos o una fábrica de gabardinas, pero sin escuelas u hospitales es posible que no hubiera granjas de pollos o gente que supiera hacer gabardinas. Y no tienen por qué serlo, porque ya los ciudadanos, con sus impuestos y con su trabajo, se las arreglan para que no siendo en sí mismas rentables, sean no sólo posibles, sino necesarias. El ciudadano, cualquier ciudadano paga sus impuestos a cambio de algo tangible. Si resulta que se privatizan o se cortan los viejos derechos y se le exprime igual o más a base de impuestos, dónde está la ecuanimidad, dónde el "negocio" para el ciudadano. Porque yo imagino que también el ciudadano querrá rentabilidad en sus impuestos: es decir, querrá obtener contraprestaciones y garantías. El capital, las principales empresas y activos económicos, han decidido desligarse de sus responsabilidades fiscales y romper con las contribuciones que antes le sujetaban al Estado, porque han descubierto que el mundo es ancho y se presta a la magia de la ingeniería económica, abandonando al Estado a su suerte. Así las cosas, el Estado, que como todo órgano vivo, se propone subsistir, no tiene otra posibilidad que explotar a los ciudadanos y recortar todo lo recortable, desde la esperanza en su jubilación, hasta su salud o sus posibilidades de futuro, en pos de la tan traída rentabilidad. Pero los ciudadanos en un número cada vez más creciente, no parecen muy dispuestos a seguir con la pesada carga de un Estado que los abandona en pos no sólo de un mercado frío y devorador -los de la gallina ciega-, sino de una clase política -los del minué- que como aquel rey francés cree que el Estado "ç´est moi". Y ya sabemos cómo acabó aquello del Estado soy yo. El caso es que se está jugando con fuego y la ciudadanía está a la que salta. Hoy son Brasil y Turquía, mañana, qui lo sa. No sabemos cuánto tiempo más soportarán los diques del sistema, hasta cuándo podrán contener la riada humana. Los nuevos ríos tecnológicos convierten cualquier chispa en imprevisible bomba. Como en Estambul, todo comienza por una pequeña chispa (vean al tipo de la foto, por favor), por un individuo parado frente al padre de la patria. Lo demás es completamente imprevisible. ¿Cuánto durará todavía el status quo? Ya estamos viendo que justo hasta que los ciudadanos digan basta y -cuidadín, cuidadín- los ciudadanos ya comienzan a decirlo por pasiva y a veces, como este turco, por activa.

Como quiera que el Estado se está comportando últimamente como una auténtica mantis, que después de ser "cubierta" por sus hijos, los devora, os dejo con un cuento de mantis.
 
MANTIS
El Laooconte, obra maestra de la escultura clásica.
Ya al salir de aquel garito me advirtió que no soportaba la vulgaridad y sólo para corroborármelo esa noche me llevó a su casa y me enseñó su cocina, sus baños, sus ropas, sus vajillas, pero me enseñara lo que me enseñara siempre se las arreglaba para poner el énfasis en lo exclusivo y fantástico de su diseño. Es una lástima -le dije cuando ya ambos yacíamos sudorosos y ahítos junto a la piscina-, porque se te ve tan terriblemente vulgar, tan, cómo te lo diría, tan echo en serie, que todas estas cosas no te pegan para nada. Calló un instante, se le quedaron los ojos turbios hasta que al cabo, como si volviera de un largo viaje, con la más sincera de las sonrisas me soltó: ¿sabes, guapo?, me encantan los chicos tan encantadoramente frescos, malos y exclusivos. Y se echó sobre mí, dispuesto a devorarme.





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