LA EDUCACIÓN DEL ESTOICO (PESSOA)


La educación del estoico

El único manuscrito del Barón de Teive

 

Nota del traductor:
El barón de Teive es uno de los menos conocidos heterónimos de Pessoa. Su obra, de fuerte cariz autobiográfico y filosófico, está compuesta por esta sola obra inconclusa y de carácter fragmentaria. El barón de Teive, como su propio título nobiliario da a suponer, es un tipo aristocrático, descendiente de un recio abolengo, que ha vivido sus días en el campo. Decadentismo, elitismo, escepticismo y cierta misoginia caracterizan su pensamiento inconexo y en muchos aspectos cercanos a los del propio Pessoa. 

Reproducimos aquí una parte sustancial de su obra.



la imposibilidad de hacer arte superior






Manuscrito hallado en un cajón

Para no dejar el libro sobre la mesa de mi cuarto, sujeto así al examen de las manos sospechosamente limpias de los criados de hotel, abrí, con cierto esfuerzo, el cajón y allí lo introduje, empujándolo hacia el fondo. Tropezó, pues el cajón no era tan poco profundo.



Descendió sobre nosotros la más profunda y mortal de las sequías de los siglos -la del conocimiento íntimo de la vacuidad de todos los esfuerzos y la de la vanidad de todos los propósitos.






Alcancé la saciedad de la nada, la plenitud de ninguna cosa. Lo que conducirá al suicidio es un impulso idéntico al que lleva a acostarse temprano. Tengo un sueño íntimo de todas las intenciones.
Nada puede ya cambiar mi vida. Si... si... Sí, pero es siempre algo que no ocurrió; y si no ocurrió, a qué suponer lo que sería de haber sido.



Siento cercano, porque yo mismo lo deseo cercano, el fin de mi vida. En los dos últimos días he ocupado mi tiempo en ir quemando, uno a uno -y he tardado dos días porque a veces estuve releyendo- todos mis manuscritos, las notas para mis pensamientos difuntos, los apuntes, y a veces fragmentos ya completos, para obras que no alcanzaré a escribir. Hice sin dudar, pues, con tristeza lenta, ese sacrificio con el que me quise despedir, como en la quema de un puente, del margen de la vida del que me voy a alejar. Estoy libre y decidido. Matarme; ahora me voy a matar. Pero quiero dejar, al menos, con la precisión que pueda hacerlo, una memoria intelectual de mi vida, un cuadro interior de lo que fui. Deseo, ya que no pude dejar de mí una sucesión de bellas mentiras, dejar lo poco de verdad que la mentira de todo nos da a suponer que podemos decir.
Este será mi único manuscrito. Lo lego, como Bacon, a los conceptos caritativos de la posteridad, pero sin comparación, a la meditación de a quien el futuro quiera hacer mis iguales.
Logro, rompiendo todos los lazos, excepto el último, entre la vida y yo, la claridad del alma para sentir, y la del entendimiento para comprender, que me otorga la fuerza de las palabras, no para realizar la obra que nunca podría realizar, sino al menos para decir con simplicidad las razones por las que no pude realizarla.
Estas páginas no son mi confesión sino mi definición. Siento al comenzar a escribirlas, que podré escribirlas con algún modo de verdad.




En esto el suicida fue anticipadamente injusto. Las referencia de los diarios le prestan un entero homenaje. Así, el corresponsal de Diario de Noticias transmite en estos términos a su diario la noticia de la muerte: “Se suicidó ayer en su casa de Macieira el Sr. Álvaro Coelho de Athayde, 20º Barón de Teive, de una de las familias más distinguidas de este municipio. El triste fin del Sr. Barón de Teive ha causado gran consternación, pues el finado era aquí muy estimado por las buenas cualidades de su carácter”.

Quinta de Macieira
12 de Julio de 1920.





No hay mayor tragedia que la de la pareja intensidad, en un mismo alma o en un mismo hombre, del sentimiento intelectual y del sentimiento moral. Para que un hombre pueda ser distintamente y absolutamente moral ha de ser un poco estúpido. Para que un hombre pueda ser absolutamente intelectual, ha de ser un poco inmoral. No sé qué juego o ironía de las cosas condena al hombre a la imposibilidad de esta gran dualidad. Para mi desgracia, ésta se da en mí. Así, al obtener ambas virtudes, nunca he podido hacer nada de mí. No ha sido el exceso de una cualidad, sino el exceso de ambas, lo que me mató para la vida.

Siempre que en algo tuve un rival o la posibilidad de un rival, me rendí sin dudar. Es una de las pocas cosas de la vida en la que nunca albergué dudas. Nunca me ha permitido el orgullo competir con otros, con la añadidura hedionda de la posibilidad de la derrota. Del mismo modo, nunca he podido jugar a juegos competitivos. He perdido siempre con rencor y desprecio. ¿Por creerme superior a todos? No, pues nunca me creí superior en el ajedrez o en el whist. Por simple orgullo, un orgullo exagerado y sangriento, que ningún esfuerzo desesperado de mi inteligencia pudo reconocer o contener. Me he puesto siempre de parte del mundo y de la vida y el embate de cualquiera de sus elementos me ha herido como un insulto grosero, la revuelta súbita de un lacayo universal.

Lo que particularmente me indignaba contra mí mismo en los momentos de duda dolorosa en los que yo sabía desde mucho antes que no habría solución, era la intromisión del factor social en el juego desequilibrado de mis decisiones. Nunca logré dominar el influjo de mi alcurnia ni el de la educación infantil. Siempre pude rechazar los conceptos estériles de hidalguía y de posición social; jamás he logrado olvidarlos. Son en mí como una cobardía, que detesto, contra la cual me revuelvo, pero que me ata con lazos extraños a la inteligencia y a la voluntad. Un día tuve la ocasión de casarme y por ventura de ser feliz con una muchacha muy simple, pero entre ella y yo se interpusieron en la indecisión del alma catorce generaciones de barones, la visión sonriente del pueblo con mi casamiento, el sarcasmo de los amigos menos íntimos, una vasta incomodidad a base de mezquindades, de tantas mezquindades que pesaban en mí como la comisión de un crimen. Y así, yo, el hombre de la inteligencia y del desprendimiento, he perdido la felicidad por causa de unos vecinos a quienes desprecio.
El modo como vestiría, las maneras que tendría, cómo recibiría en mi propia casa, donde por suerte nunca tuve que recibir a nadie, cuántas inelegancias de frase o de actitud a su ternura me impidieron hacer olvidar su dedicación velar - todo lo cual me erizaba como un espectro de cosas serias, como un argumento en las vigilias en las que me debatía sobre el deseo de tenerla en la vasta red de imposibilidades que siempre me hicieron titubear...
Aún recuerdo, con una precisión en que la que se intercala el vago perfume del aire primaveral, la tarde en que, meditando todo esto, decidí renunciar al amor como si de un problema irresoluble se tratara. Era en mayo -un mayo de suave verano, florido por las pequeñas extensiones del huerto en varios colores atenuados por la lenta caída de la tarde ya comenzada. Paseaba mis remordimientos entre los pocos árboles. Había comido temprano y seguía, sólo como un símbolo, bajo las sombras inútiles y el susurro lento de las ramas vagas. Me tomó de pronto un deseo de rendición intensa, de claustro firme y último, una repugnancia por haber tenido tantos deseos, tantas esperanzas, con tanta facilidad externa de realizarlos, y tanta imposibilidad íntima de poder quererlos. Data de esa hora suave y triste el comienzo de mi suicidio.





...El ascetismo involuntario y débil de las naturalezas para quien la inteligencia es como una circulación de la sangre, una condición fundamental, una base orgánica de la vida.

El aire, en esta tarde de otoño, era de una gran dulzura y las lejanas sierras se recortaban con una claridad fría. No pensé mucho en ella, sin embargo, sino sólo en mis pensamientos; todo cuanto estaba sucediendo me parecía más triste de lo que había sido.





(de niño)
... la indulgencia de todos mis caprichos y voluntades -además de casi nulos, consistían en el solo anhelo de soledad.






Rencoroso y vengativo en la infancia, perdí en mi paso por la adolescencia, esa mezquindad del exceso de sensibilidad. (Supongo que de algún modo pesó en ese resultado la aparición en mí de la capacidad de pensamiento abstracto). Conservo sin embargo de una forma figurada, lo que fue. Aún me duele perder una idea, el que se me escape de la memoria una frase por escribir, no fijar un punto de vista. Sé bien, muchas veces, que no conseguiría dar cuerpo real a tales esbozos. Pero tengo celos de mí mismo, una avaricia por lo abstracto y he podido comprobar que la avaricia y el espíritu de venganza, tal vez por ser dos formas de la mezquindad, mantienen parentesco de sangre.





Ideas bruscas, admirables, fraseadas en parte con palabras intensamente propias -pero deshilvanadas, para ser cosidas más tarde- erigibles en momentos; pero la voluntad no las acompañaría si tuviera la estética por compañera y no quedaría en párrafos del cuento posible -sólo líneas, que parecen admirables, pero que, en verdad, sólo lo serían si en torno a ellas se hubiese escrito el cuento en el que ellas fueran momentos expresivos, dichos sintéticos, hilvanes... Unas eran dichos de espíritu, admirables pero incomprensibles sin el texto que nunca se ha escrito.





Pongo fin a una vida que me pareció que podría haber contenido todas las grandezas, y no la he visto más que contener la incapacidad de quererlas. Si tuve certezas, me acuerdo siempre de que todos los locos las tuvieron aún mayores.

El escrúpulo de la precisión, la intensidad del esfuerzo de ser perfecto -lejos de ser estímulos para actuar, son facultades íntimas para el abandono. Más vale soñar que ser. ¡Resulta tan fácil conseguirlo todo en el sueño!

Mil ideas juntas, cada una en un poema, creciendo inútiles. De tantas como he tenido, ni me podía acordar de ellas al tenerlas, cuanto más al perderlas.

Las pequeñas emociones quedaron. Una brisa en un trecho sereno de campo parece turbarme el alma. Una ráfaga lejana de música de la filarmónica aldeana me evoca sonoridades más allá de los efectos de todas las sinfonías.

Una viejecita sentada en la puerta hace enternecer toda mi bondad. Un niño sucio, detenido frente a mí, me ilumina. Disfruto del posarse de un gorrión en el tendal y todo esto pasa sobre mí, como una visión indescifrable de la propia verdad.




Pertenezco a una generación -suponiendo que tal generación la formen más personas que yo- que ha perdido al mismo tiempo la fe en las religiones antiguas y la fe en las irreligiones modernas. No puedo aceptar a Jehová, ni a la humanidad. Cristo y el progreso son para mí mitos del mismo mundo. No creo en la Virgen María ni en la electricidad.

He sido siempre un tiquismiquis del pensamiento, escrupuloso en el lenguaje con el que escribía y en la disposición del pensamiento que exponía.

La muerte de mi madre rompió el último de los lazos externos que me ligaban a la sensibilidad de la vida. Al principio quedé atontado -en ese atontamiento que impide equivocarte, pero que parece un vacío muerto en el cerebro, un conocimiento intuitivo de la nada. Después el tedio convertido en angustia se me entorpeció en molestias.

Su amor, que nunca había sido claro mientras vivía, se volvió nítido al perderla.

Con su ausencia descubrí, como se descubre el valor de todo, que el cariño me era necesario y que, como el aire, se respira sin sentirlo.

Poseo todas las cualidades para ser feliz, salvo la felicidad. Las cualidades están desligadas las unas con las otras.
Soy la madurez para la que René significó la adolescencia. No cambia el género, sino la especie; idéntico girar de la mente sobre sí misma, igual insatisfacción.

Los adolescentes poseen, además de sus desasosiegos, el impulso ciego que los conduce a la vida. Rousseau (...), sin embargo manda en Europa. Chateaubriand gimió y soñó, y sin embargo fue ministro. Vigny vio sus obras representadas. Antero pidió el socialismo. Leopardi fue filólogo.

Abandono la pluma, sin abandonarla y miro, por la ventana abierta el campo nocturno, el reflejo de la luna alta y redonda pone en el aire un nuevo aire que ver. Cuántas veces una vista como ésta me ha acompañado en meditaciones interminables, en sueños sin propósitos, en vigilias sin trabajo ni discurso.

Siento el corazón como un peso inorgánico.

En el silencio completamente negro de las auroras quietas, se recorta su perfil como si fuera de verdad.




La conducta racional de la vida es imposible. La inteligencia no tiene reglas. Y entonces logré entender lo que acaso oculte el mito de la Caída: me golpeó en los ojos del alma, como un relámpago que golpeara sobre el cuerpo, el terrible y verdadero sentido de la tentación, por el que Adán comiera del Árbol de la Ciencia.
Desde que la inteligencia existe, toda vida es imposible.




Mi abandono íntimo de toda especulación metafísica, mi náusea moral por toda la sistematización de lo desconocido, no procede, como en la mayoría de los que coinciden conmigo, de la incapacidad de especulación. Pensad y sed.
He establecido antes de nada, una especie de epistemología sicológica. He creado para mi entendimiento dos sistemas, un criterio analítico de los productores. No quiero decir que haya descubierto que una filosofía no es más que la expresión de un temperamento. Quiero creer que tal cosa ya otros lo habrán descubierto. Pero he descubierto, para mi orientación, que un temperamento es una filosofía.
La preocupación de un individuo para consigo mismo me ha parecido siempre un signo, en materia literaria o filosófica, de falta de educación. Quien escribe no se da cuenta de que está hablando por escrito y de esta manera son muchos los que escriben cosas que jamás se atreverían a decir. Los hay que se demoran durante páginas y páginas en la explicación o en el análisis de su ser, cuando ellos mismos -algunos, por lo menos- no se permitirían fatigar a un auditorio, incluso con buena disposición hacia ellos, con el recital de sus personalidades.
El pesimismo, como tengo comprobado, es muchas veces un fenómeno de rechazo sexual. Es lo que sucede claramente con Leopardi y Antero. En esta construcción de un sistema sobre los fenómenos sexuales próximos, no puedo dejar de ver cosas implacablemente groseras y viles. Todos los individuos groseros necesitan de la nota sexual; es ella la que los distingue. No pueden contar anécdotas fuera de la sexualidad; no saben tener espíritu fuera de la sexualidad. Ven en todos sus semejantes una razón sexual de ser semejantes.
¿Qué tiene que ver un sistema del Universo con las deficiencias sexuales de cada cual?
Sé bien que en este mismo escrito me opongo al principio en el que me he asentado. Estas páginas, sin embargo, son un testamento y en los testamentos el testador ha de hablar de sí mismo. Existe alguna latitud de tolerancia para con los moribundos, y estas palabras son las de un moribundo.



No reside nuestro mal en el individualismo, sino en la cualidad de ese individualismo. Y tal cualidad radica en el ser estático y no en el dinámico. Nos valoramos por lo que pensamos, no por lo que hacemos. Olvidamos lo que no hicimos, no lo que hemos sido; la primera función de la vida es la acción, como el primer aspecto de las cosas es el movimiento.
Al dar a lo que pensamos la importancia de lo que hemos pensado, tomándonos a nosotros mismos, no como decía el griego, como medida de todas las cosas, sino por norma o calibre de ellas, creamos en nosotros no una interpretación del universo, sino una interpretación crítica del universo -que al no conocer, no podemos criticar- y los más débiles o los más desvariados de nosotros elevan esa crítica a interpretación -pero una interpretación impuesta como si fuera una alucinación; no deducida, sino una inducción simple. Una alucinación propiamente dicha, pues la alucinación es la ilusión que prende en un acto mal visto.

Cuando el hombre moderno es infeliz es pesimista.
Hay algo de vil y degradante en esta transposición de nuestras tristezas hacia el universo entero; hay algo de sórdidamente egoísta en suponer que el universo está dentro de nosotros, o que somos una especie de centro, resumen, o símbolo de él.

El hecho de sufrir por poder ser, en efecto, un obstáculo para la existencia de un Creador íntegramente bueno, no prueba la existencia del Creador, ni la existencia de un Creador malo, ni siquiera la existencia de un Creador imparcial. Sólo prueba que existe el mal en el mundo -lo que tampoco constituye ningún descubrimiento y lo que a nadie todavía le ha dado por negar.

Valorar y dar importancia a nuestras sensaciones, sólo por ser nuestras -hacemos esto consciente o inconscientemente-, esta vanidad hacia adentro, a la que tantas veces llamamos orgullo, como llamamos a nuestra verdad las verdades de todas las especies.

El conflicto que nos quema el alma, lo expuso Antero más que cualquier otro poeta, porque tenía la misma altura de sentimiento y de inteligencia. Es el conflicto entre la necesidad emotiva de creer y la imposibilidad intelectual de creer.

Por fin he llegado a estos breves preceptos, a la regla intelectual de la vida.

No me arrepiento de quemar el bosquejo de mis obras. Nada tengo que legar al mundo, sino esto.







Cualquiera que sea el secreto del misterio de las cosas, es o muy complejo o, en el caso de ser muy simple, de una tal simplicidad que no disponemos de facultad para verlo. Contra la mayoría de las doctrinas filosóficas me quejo de su simplicidad; el hecho de querer explicar es bastante prueba de ello, pues explicar es simplificar.
Por fantaseadora que fuera la teoría del mal de Soame Jenyns, al menos no es absurda, como lo es la doctrina de un dios omnipotente y bueno, pero tan creador del mal como de todo. La hipótesis de Soame Jenyns presenta incluso la ventaja -ilusoria tal vez, pero aparente- de la analogía; del mismo modo a como intervenimos -unas veces para su bien y otras para su mal; unas tal vez para el bien, suponiendo que sea para el mal y viceversa- en la vida de nuestros seres inferiores, así se puede conceder que proceden para con nosotros seres que son tan superiores a nosotros como nosotros lo somos en relación a los ganados de nuestros campos, o a las aves de nuestros aires. Me figuré una vez -más por especulación ociosa que por creencia- que se podía dar el caso que al ser la vida ley de todo, la muerte representara también una intervención ajena, no pudiendo haber más muerte que la violenta. Unas muertes son visiblemente violentas, de las que muchas de ellas son causadas por nosotros mismos; otras, las llamadas naturales, serían igual de violentas, pero por causa de la intervención de entes imperceptibles a nuestros sentidos. Como sucede con las naciones, sólo que aún más decadentes, que no acaban sinso gracias a invasiones y agresiones ajenas, las vidas no acabarían de otro modo. El propio suicidio -me figuré en medio de este deambular por la lógica- sería una compulsión ajena; ninguna vida acabaría consigo misma por un impulso espontáneo, pero a través del suicidio se resolvería la muerte de afuera por medio de sí misma. Me habría olvidado de esta especulación sin rigor de no salvarme del suicidio una vez, hace ya tiempo -poco tiempo después de formarme. Mi vida se exacerba en angustia, pero la vaga posibilidad de este concepto mío de ser verdadero -pues tanta posibilidad de verdad hay en él como en otro cualquiera- y de ser cierto, la reluctancia en practicar un acto servil y emisario -fue lo que en verdad me arredró, no puedo decir si con utilidad, en el paso que finalmente quedó aplazado hasta el día de hoy.





Nunca he logrado convencerme de que podría, o de que alguien podría, ofrecer alivio verdadero a lo profundo, y mucho menos curación a los males humanos. Pero tampoco he podido apartar de ellos el pensamiento; la más pequeña de las angustias humanas -incluso su más leve imaginación- me ha angustiado siempre, me ha trastornado, me ha sacado del poder concentrarme y de egoizarme. El convencimiento de la futilidad de toda la terapéutica del alma debiera alzarme en un pináculo de indiferencia, que junto a las agitaciones de la tierra velasen todas las nubes de aquel mismo convencimiento. El pensamiento, poderoso como es, nada puede contra la rebeldía de la emoción. No podemos no sentir, como podemos no andar. Así asisto, y siempre asistí, desde que recuerdo sentir con las emociones más nobles, al dolor, a la injusticia y a la miseria del mundo del mismo modo que asistiría un paralítico a la asfixia de un hombre al que nadie, incluso con todas sus facultades, pudiera salvar. El dolor ajeno se me ha convertido más que un sólo dolor -el dolor de ver, de verlo sin preparación y el de saber que el conocer su irreparabilidad me empobrece incluso de la nobleza inútil de querer tener arrestos para repararlo. Al final, mi falta de impulsos ha sido siempre la fuente de todos estos males -el no saber querer antes de pensar, el no saber entregarme, el no saber decidir del único modo como se decide- con la decisión, que no con el conocimiento-, burro de Buridam muriendo en la bisectriz matemática del agua de la emoción y de la paja del esfuerzo, pudiendo, de no pensar, morir, sí, pero no de hambre ni de sed.
Todo cuanto pienso o siento me es devuelto como inercia inevitablemente. El pensamiento que en otros es una brújula de acción, es para mí su microscopio, que me hace ver universos y atravesar donde un paso bastaría para traspasar -como si el argumento de Zenón, de la intransponibilidad del espacio que al ser infinitamente decisivo, es ya infinito, fuese una extraña droga con la que me hubieran intoxicado el organismo espiritual. Y el sentimiento, que en otro introduce la voluntad como la mano en la manga, o la mano en el puño de la espada, ha sido para mí una manera distinta de pensar -fútil como una rabia con la que temblamos hasta no podernos mecer, suerte de pánico de exaltación que, como el pánico, deja pegado al suelo al miedoso y a quien el mismo miedo debiera hacer huir.
Toda mi vida ha sido una batalla perdida en el mapa; la cobardía ni siquiera ha tenido lugar en el campo de batalla, donde acaso no la hubiera, sino en la oficina del Jefe del Estado Mayor, a solas con él y con su convicción de derrota. No se ha trazado un plan, puesto que sería imperfecto. No se ha querido hacerlo perfecto aun no pudiéndolo ser, porque la convicción de que no fuera perfecto ha destrozado la voluntad con que, aun siendo imperfecto, podría intentarse. No se me ha ocurrido jamás que el plan, siendo imperfecto, podría ser más perfecto que el del enemigo. Y que mi verdadero enemigo, victorioso contra mí desde Dios, era la propia idea de perfección, que me salía al frente antes que todas las huestes del mundo, en la vanguardia trágica de todos los armados del mundo.

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