PACTO

Una gélida mañana de navidad del año 74 fui a ayudar a mi padre y a mi hermano a una entresaca de pinos. Con su madera pagábamos entonces el pan del año. Dolores, la panadera, nos hacía cruces en una libreta cada vez que íbamos a comprar el pan y cada tarde de reyes mi padre iba a la tahona a echar cuentas con Dolores y con Rafael. Recuerdo que aquel día hacía un frío del copón y tras descargar las mulas llegué aterido a casa. La casa estaba en silencio. Avancé por ella y al final, en la cocina, frente a la chimenea encendida, mi madre, sentada en una sillita baja, removía con la espumadera una gran sartén. ¿Bollo de papas, migas? No lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es que mi prima Maricarmen, sentada en otra sillita baja leía una "extraña cosa", de cebollas, hambres, etc... "Desperté de ser niño: / nunca despiertes. / Triste llevo la boca: / ríete siempre. / Siempre en la cuna, / defendiendo la risa / pluma por pluma". Al "sentirme" cerca, mi madre volvió la cara y dos lágrimas del tamaño de aceitunas manzanillas caían por su rostro campesino y fresco que las llamas acentuaban. Seguí escuchando aquellas palabras que brotaban de los labios de mi prima y del libro que sostenía entre sus manos. Estaba conmovido. Fueron segundos intensos en los que mi cabeza fue y vino, hurgó, cavó, voló, regresó y partió de nuevo de regiones remotas. Mi madre tomó el pañuelo de su delantal, se secó las lágrimas y siguió con su sartén, sollozando. Mi prima concluyó la lectura y dijo, mirándome, Las nanas de la cebolla, Miguel Hernández. En ese instante, absorto, desconcertado, regresé y sin saberlo se selló mi pacto secreto con la poesía. No pude escapar. Diez segundos le bastaron para devorarme.
II
Al poco logré una beca y pude ir estudiar a la entonces Universidad Laboral de Sevilla. Una de las primeras cosas que hice fue acudir a la biblioteca y buscar a "aquél" Miguel Hernández que leyera mi prima. Encontré entre las baldas el libro publicado por Espasa&Calpe, El rayo que no cesa, seguido de El silbo vulnerado. Durante días lo leí con la fruición de un canto litúrgico. No contento con eso, copié uno a uno los poemas en un pequeño bloc de espiral de tapas amarillas marca Tauro. Durante más de una semana me obcequé en aquel trabajo. Cuando ya ultimaba la labor el bibliotecario se acercó a mí y me preguntó que qué hacía. Como quien acaban de sorprender robando el cepillo de misa, mostré el cuaderno y el libro y me declaré culpable. El bibliotecario me miró con condescendencia y se marchó. Unos días más tarde volvió a acercarse a mí: me dejó sobre la mesa un libro en todo similar al que yo había copiado. "es para ti", dijo y yo enrojecí como si las llamas de la candela me iluminaran nueva, definitivamente.

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